Con la mirada puesta hacia atrás en el tiempo, pero estableciendo también una comparativa entre el pasado y el presente, el teórico anarquista Tomás Ibáñez ha remarcado que una de las principales diferencias entre los movimientos del Mayo del 68 francés y del 15M español -que fueron equiparables en aspectos clave- radicó en que el primero de los dos toleró, y hasta legitimó, el uso claro de la violencia por parte de los manifestantes.

Desde los primeros instantes de todo ese gran proceso, cuando en la mañana del 3 de mayo las diferentes organizaciones estudiantiles se adueñaron del patio de la Sorbona y decidieron atrincherarse en el edificio, los disturbios de gran magnitud no dejaron de producirse. Los alumnos y militantes más involucrados recorrieron rápidamente los pasillos y las aulas de la Universidad armándose con lo que veían, patas de mesas o sillas, porque del exterior llegaban sonidos como de jaleo y había que prevenirse ante una posible ofensiva de los “fachas”. Al ver que el asunto no carecía de seriedad, el rector Jean Roche mandó cerrar anfiteatros y salas y, a media tarde, suspendió todas las clases y quiso infructuosamente evacuar a los manifestantes. Fue por esa razón que los furgones policiales rodearon literalmente el recinto en cuestión de minutos, iniciándose a partir de entonces un elaborado dispositivo de detenciones que, a pesar de todo, ya no podría evitar las protestas escandalosas de las masas de parisinos solidarizadas con los estudiantes.

“Una tensión hecha de miedo y de ganas de hacer estallar la cosa. De que ocurra algo inaudito, irremediable. De sentirnos vivos, aunque sea a costa de recibir unos golpes”. La emoción frenética aquí plasmada por Jacques Baynac en su Mayo del 68: La revolución de la revolución (1978), fue la emoción unánime de muchos de los jóvenes que durante aquellas jornadas de apoteosis constante desbarataron el orden y las jerarquías en el espacio urbano hasta el punto de mostrar un desprecio total por cualquier clase de cláusula o actitud impositiva. Primero fueron los lanzamientos de las piedras de los parques, las verjas de los árboles utilizadas como venablos, los escombros y la basura ardiente arrojados por los bulevares. Pronto se aspiró a más. Un hombre de unos cuarenta años decidido a colaborar arrancó una señal de tráfico y se puso a estrellarla contra el suelo -“Estos jóvenes tienen razón. Y les voy a enseñar cómo se desadoquina una calle”-. A partir de aquí, y una vez el pavimento de barrios enteros hubo desaparecido, la arena amarilla que quedó a la vista haría pensar a algunos que estaban en playas paradisíacas. Se levantaron barricadas (una de ellas, en torno a la École Normale Supérieure, tenía trampas incorporadas con charcos de aceite, clavos y cordeles de hierro); se pintaron grafitis; se pegaron carteles; los teatros se tomaron y se utilizaron como foros populares; las plazas eran centros de discusión. Llegado el momento, los trabajadores se unieron a los estudiantes y comenzaron las huelgas en las fábricas.

De la infinidad de octavillas circulantes, esta en concreto iba dirigida a la policía: “Aún no es demasiado tarde: todavía podéis uniros a las filas de los revolucionarios. Coged vuestras metralletas […], distribuid vuestras porras entre los estudiantes; cortad las orejas de vuestros comisarios y traedlas a la Sorbona para que podamos clavarlas como adorno en la puerta grande […]; fumad marihuana; dejaos bigote, melena, barba. Teñid vuestros uniformes de rosa o de color tierra siena tostado […]; acostaos con vuestras mujeres o con las de vuestros superiores jerárquicos, con todas, a nosotros no nos importa. Cultivad tomates en el jardín de Luxemburgo. Emborrachaos en vuestras horas de servicio, tiraos pedos, eructad, defecad a placer: POLIS ¡VIVID!”.

Más allá de las multitudinarias protestas y de los combates callejeros con las fuerzas de seguridad estatales, todavía existía una incógnita que una parte importante de la sociedad no alcanzaba a resolver, pues si Francia era entonces un país fuerte, con un gran crédito tanto político como económico, y las cosas aquí iban bien y los jóvenes tenían oportunidades para prosperar, además de las comodidades materiales necesarias y superfluas ampliamente cubiertas, ¿de qué se quejaban entonces los estudiantes? ¿Es que no lo tenían ya todo? La respuesta a esta cuestión podía estar en un lema popularizado entonces que rezaba: “Metro, boulot, dodo” (“Metro, curro, catre”), el cual, de alguna manera, trataba de evidenciar que el único estilo de vida que el sistema era capaz de ofrecer a los ciudadanos en ese momento histórico estaba marcado, independientemente de la suerte que cada uno creyese tener, por la monotonía y la intrascendencia. De hecho, Herbert Marcuse llegó a decir que “La revuelta no se dirige contra los males provocados por esta sociedad, sino contra sus beneficios”; y Lucio Magri adelantó por su parte que para casi todos los estudiantes de su tiempo, “el ejercicio concreto tanto de la profesión como de la vida social será insoportablemente decepcionante”.

Los supuestos beneficios de aquel american way of life impuesto con fuerza tras la Segunda Guerra Mundial, a pesar de que llegaron a sonar prometedores a veces (atrás iban a quedar las larguísimas jornadas laborales, las condiciones de trabajo insufribles, o la directa marginalización de la clase obrera), escondían en su canto de sirena una realidad oculta. Tal y como según quién vio entonces, en ese esquema consumista propuesto con orgullo, cualquier trabajador se vería forzado de alguna manera a llenar su creciente tiempo libre adquiriendo objetos consumibles y haciendo uso de una industria del ocio que no solo le apartaría de la realización de actividades más provechosas, sino que le obligaría a creer sin reservas en el mundo que el sistema le ofrecía a la venta, y a permanecer ciego y sordo ante cualquier otra clase de propuesta alternativa. La calidad de vida, e incluso la propia respetabilidad del individuo, se medirían ahora en relación a la cantidad de tiempo libre que este tuviese, y sobre todo a la liquidez poseída para gastarla en productos y experiencias ofrecidas por el mercado.

“¿No es una locura luchar por tener cada vez más ratos libres si luego no sabemos qué hacer con ellos y necesitamos toda una industria […] que nos ayude onerosamente a pasar el rato? ¿No sería mejor vivir?”. Estas preguntas se las hacía el filósofo José Luis Pardo en el prólogo a una de las principales obras que sirvieron de acicate ideológico en los días previos del Mayo del 68, La sociedad del espectáculo (1967), escrita por el situacionista Guy Debord (editorial Pre-Textos, 2016). En este caso, el retrato del mundo contemporáneo que se nos ofrece abunda en imágenes tenebrosas que nos llevan a ver nuestro entorno más inmediato como un verdadero escenario distópico sacado de una novela. Debord anuncia con una frialdad persistente que el proletario no es ya otra cosa que un ser efectivamente alienado, alguien que vive feliz con las opciones que el poder le sitúa a su alcance, y que no se plantea reivindicar grandes cosas cuando a su disposición posee tantos recursos con los que estar distraído y a gusto. “El espectáculo es el mal sueño de la sociedad moderna encadenada, que no expresa en última instancia más que su deseo de dormir. El espectáculo vela ese sueño”.

Muchos años después de la publicación de este importante librito, Guy Debord plasmaría sus reflexiones sobre el mismo -ya a posteriori del movimiento de Mayo- en unos Comentarios sobre la sociedad del espectáculo (1988), que declararían con pesimismo crudo la imposibilidad de volver a vivir con esperanza un proceso revolucionario como el de 1968.