Tras la caída del Imperio Romano de occidente y durante buena parte de la Edad Media, la región más urbanizada de Europa se encontraba en el norte de Italia. Allí, a diferencia de lo que había ocurrido en muchas otras áreas del continente, donde las sucesivas oleadas de invasiones de pueblos diversos habían forzado un progresivo proceso de ruralización, las viejas ciudades de la antigüedad latina (algunas de ellas de fundación etrusca) consiguieron en cambio sobrevivir, y bajo la protección de las altas montañas alpinas y de las inaccesibles regiones que descansaban a la sombra de los Apeninos, alcanzaron un remarcable periodo de florecimiento.

En el siglo X, muchas de aquellas urbes ya habían conseguido desmarcarse de la poderosa nobleza con pretensiones feudales, y fue así como surgieron las primeras “comunas”, unos núcleos fortificados, independientes, autogobernados y, por ende, sobradamente capaces también de garantizar derechos básicos a sus pobladores. La Comuna Florentina se esforzó por fomentar nuevos espacios públicos, contribuyendo a que se desarrollase el sentido de civilidad; se diseñaron aquí esplendorosas plazas, nuevas calles y rincones, y las primeras catedrales. A continuación, con el incesante desarrollo del comercio que favorecía el curso inmediato de los principales ríos, el siguiente paso fue la creación de las características ciudades-estado, tan representativas de la Baja Edad Media italiana, que andando el tiempo lograrían unas cotas de poder insospechado. En el caso de Milán, ensalzada como capital de la Liga lombarda, cosechó decisivas victorias contra las tropas imperiales; y las repúblicas de Venecia, de Pisa y de Génova, llegaron a su vez a expandirse por el Mediterráneo conformando sorprendentes imperios navales.

Pero la vida en estas grandes aglomeraciones urbanas era a menudo difícil. Para empezar, la insalubridad endémica que padecían, causada principalmente por la ausencia de alcantarillado o de pavimentos que permitiesen a las personas y a los animales caminar a salvo del barro y la basura, favorecía la aparición de peligrosas infecciones de fácil propagación. Y además de eso, las formas de gobierno desarrolladas en estas encantadoras repúblicas derivaron ocasionalmente en fuertes oligarquías de sesgo plutocrático que dieron paso al establecimiento de jefaturas ostentadas por potentes familias locales; todo ello conforme en otras partes del continente aparecían monarquías fuertes que podían amenazar la independencia de estas ancestrales villas amuralladas. Es por esto seguramente que a partir del siglo XIV -cuando ciudades como Florencia ya alcanzaron los cien mil habitantes-, algunos individuos empezaron a soñar con alejarse de aquellos espacios de hacinamiento y corrupción, y con adentrarse así en el terreno de lo incierto y de lo salvaje, donde la ciudad-estado dejaba de garantizar su protección.

“Lo primero que procure buscar el que esta vida quiera seguir, sea un lugar fresco y deleitable, verde y vicioso, donde haya corrientes de agua, altura y espesura de árboles y variedad de plantas, porque esto, más que otra cosa, aplace por la mayor parte al gusto de los hombres para que allí donde quisieren y se inclinaren, vayan y se asienten, se echen de pechos, de lado o asentados, o tendidos, donde y como el tiempo lo demandare […] a veces al sol, a veces a la sombra, o en casa debajo de tejado, o debajo de alguna alta y grande roca o peña, o si no debajo de la frescura de un alto pino o arrayán, u otro árbol grande”.

Las palabras de Petrarca en su obra De Vita Solitaria (1346) nos anuncian el surgimiento de una nueva necesidad en las personas, consistente en el impulso aparente por escapar de los ruidos y de los movimientos excesivos que cualquier persona padecería diariamente en las grandes ciudades, y en el intento de sumergirse completamente en un espacio distinto, muy extenso, lejano a la civilización y, en principio, mucho más saludable que el anterior.

Aseguraba el lírico toscano que había conocido personalmente a gente harta del bullicio diario de la urbe; gente que había llegado a la desesperación ante la imposibilidad de encontrar momentos o lugares donde estar a solas. “Levántase, pues, el ciudadano, a la media noche, alterado y confuso con sus cuidados o al estruendo y voces de su familia, y con pensar que amanece, está como atónito, espantado y desvelado”. Los problemas del trabajo atormentaban a los hombres y no les dejaban pensar con claridad. A menudo pasarían el día preocupándose por las opiniones que los demás tendrían de sí mismos y, en el caso de que hubiesen conseguido amasar una fortuna respetable, posiblemente además dedicarían el resto de sus vidas concentrándose exclusivamente en las cosas materiales que les rodeaban. “El concurso de los sirvientes, la confusión babilónica de unos y otros, los perros de caza, los gatos dando gritos y aullidos de hambre lo cercan alrededor; entran luego por las puertas de casa, a montones, multitud de aduladores y murmuradores que le miran lo que come y lo que bebe y estanle contando los bocados para luego ir a la plaza a voceallo y públicamente decillo”.

Lo mejor, por tanto, era escapar de todo ello y quedarse solo en algún paraje desconocido. Así lo había hecho Doroteo de Tiro, que vivió continuamente en “las ásperas y silvestres cuevas”, o Amonio, que se cortó la oreja para evitar escuchar y amenazó con arrancarse la lengua si no se le concedía el privilegio de la soledad. Ateón no habló nada en treinta años, y Acesenán estuvo setenta metido en una celda callado y sin que nadie pudiera verlo. San Ambrosio se había construido un estudio en Milán para acudir allí siempre que quisiese reflexionar en soledad, y lo mismo exactamente había hecho San Martín, en cuya mesa leía a Horacio y a Virgilio. San Gregorio, escribiendo sobre Ezequiel llegó a afirmar que “cuando metido en mi monasterio me recogía a estar solo, entonces me iba bien”. San Menas de Alejandría fue valiente, y si los osos feroces le acechaban en su retiro, los impresionaba con una vara que golpeaba contra el suelo. También San Blas había sido visitado por las fieras, y las aves del campo lo alimentaron; y Egidio bebió de la leche de una cierva, lo cual llegó a oídos del rey de Francia, que se postró a sus pies. Carlo (el tío del Magno), vivió dos años solo en el monte Soratte. Narciso de Jerusalén y San Bernardo se retiraron sin más al desierto. Y los brahmanes de la India no necesitaban apenas ropa para sobrevivir, apreciaban el silencio y no mostraban interés por el habla; de hecho, preferían estar callados.

Estos son solo algunos de los ejemplos que este tratado introduce; pero no debe olvidarse que Petrarca fue siempre un individuo afortunado y que por esa razón tuvo oportunidad de salir de su localidad natal. Bajo la protección de la familia Colonna había estudiado en las Universidades de Bolonia y de Montpellier; viajó profusamente por Francia, Italia, Alemania, y también por Inglaterra; aprendió idiomas y desde pronto se interesó por descubrir los entresijos de la cultura clásica, que le convertirían como se sabe en un destacable precursor del saber humanístico. Tal vez fuese por ello que no llegó a concebir nunca la estancia solitaria en la naturaleza, si esta no estaba acompañada a su vez de una reflexión intelectual y aún por la presencia de libros. “La soledad, sin letras, más es destierro que soledad, cárcel perpetua, y aguijón muerto, y vela sin viento y vida muerta. Dame tú al que está solo, con letras; allí tiene su patria, libertad y delectación”.