Tras librarse milagrosamente de la pena capital, el escritor ruso Fiódor Dostoyevsky fue enviado por sus actividades políticas a una cárcel de Siberia en el año 1849, cuando todavía no llegaba ni a los treinta años de edad. Allí pasó recluido un lustro entero, codeándose con terribles criminales de todas las partes del país y aprendiendo mucho del áspero sistema judicial zarista, unas cuestiones estas que andando el tiempo le permitirían desarrollar su gran talento observador hasta que por fin fuese puesto en libertad. De aquellas vivencias y desdichas en el presidio surgió por cierto una novela singular -no tan conocida como sus más grandes obras maestras-, las Memorias de la casa muerta (1862), en la que de todas formas no es difícil reconocer al autor detrás de la identidad del protagonista, ni a sus antiguos compañeros entre los pobres diablos que aparecen representados en las páginas del relato.

Según las descripciones del libro, la cárcel en cuestión se hallaba ubicada junto a una fortaleza, en un enclave elevado, y estaba delimitada por una alta valla de madera que solamente dejaba ver a quienes estaban allí encerrados una pequeña porción de cielo. El perímetro del recinto tenía la forma de un hexágono, dentro del cual se disponían todos los edificios siguiendo la dirección de la empalizada y dejando en el medio un espacio abierto y diáfano que hacía las veces de plaza principal donde diariamente se reunían en formación los presos. El ambiente solía estar cargado en los lugares cerrados, había mucho humo y olía mal; la gente gritaba, blasfemaba y amenazaba con iniciar peleas que de todas formas en rara ocasión tenían lugar. Era imposible estar cómodo, disfrutar de la confortabilidad; y lo que es peor, cualquier cosa que uno quisiese hacer debía hacerla siempre bajo la mirada de alguien, pues todos los sitios eran públicos y el penal era un enclave superpoblado. “Jamás habría podido imaginarme […] el horror y la tortura de no estar a solas ni una vez, ni un instante”.

De las cuestiones materiales recordaremos solamente alguna cosa, como que el uniforme del recluso estaba formado por una chaqueta y un pantalón invariablemente viejo y usado, o que también había que raparse la cabeza una vez por semana, con lo que el aspecto externo de unos y otros se acababa pareciendo bastante. Todos llevaban grilletes en los pies, cosa a la que, según parece, al final el cuerpo se acostumbraba, si bien algunos reclusos, por la gravedad de sus delitos, habían de atravesar sus larguísimas condenas encadenados a una pared (y aún estos aseguraban que había manera de encontrar la postura). La comida era apestosa, aparecían cucarachas en la sopa; las camas tenían chinches. Como el agua estaba corrompida, ya nadie se bañaba nunca. Los objetos personales escaseaban porque entre los presos había aflorado la costumbre de robarse entre ellos, y el dinero que podía obtenerse a través de los hurtos automáticamente se gastaba en el consumo de vodka de contrabando. Los castigos corporales, además, eran demasiado frecuentes, y quien tenía que enfrentarse a uno de aquellos suplicios interminables a menudo prefería morirse antes de que el verdugo asomara la cabeza.

Del carácter de los internos nada diremos, aunque ya sin leer el libro algo se podrá suponer al respecto. En cualquier caso, resulta interesante tener en cuenta que la pregunta principal que en cierto modo se hace Dostoyevsky al poner por escrito toda esta serie de desdichas humanas -una pregunta fundamental a nuestro entender-, es la siguiente: ¿Sería posible acabar perdiendo la condición de humano si la persona sometida llegase a padecer repetidamente determinadas formas de pena, condena o suplicio? Y la respuesta dice así: “Toda persona, sea quien sea y por humillada que se encuentre, exige, aunque sea por instinto y de manera inconsciente, que se respete su dignidad humana. El recluso sabe que es un recluso, un proscrito, y no ignora cuál es su sitio ante la jefatura; pero no hay estigma ni grilletes que le hagan olvidar su condición de hombre. Y como, en realidad, es un hombre, hay que tratarle humanamente. ¡Dios mío, un trato humano puede humanizar hasta aquellos a quienes ha llegado a desdibujarse la imagen de Dios!”

Girando sobre el mismo asunto, comprobamos que, curiosamente, esa misma pregunta se la hizo casi un siglo más tarde el químico italiano Primo Levi en su inolvidable obra Si esto es un hombre (1947), que llegó a publicar tras sobrevivir a los horrores del campo de concentración de Auschwitz justo antes de que la Segunda Guerra Mundial terminase. Sorprende, por cierto, que las vivencias de Levi fueran en muchos aspectos casi idénticas a las experimentadas previamente por Dostoyevsky. Sin ir más lejos, también él sabía lo que era asistir al propio borrado de la identidad llevando puesto un nauseabundo uniforme, rapándose la cabeza, habitando espacios viciados por el hacinamiento, y soportando las más terribles privaciones (esas que hacían que la musculatura desapareciese por completo, haciendo sobresalir la osamenta y ofreciendo a la vista un resultado análogo al que aparecía por todas partes). Igualmente es comprensible que bajo tales circunstancias los instintos depredadores afloraran entre los presos, las envidias y las luchas internas; desarrollaba Levi esta idea, y recordaba en este sentido que tras haber arrancado una vez de una ventana un carámbano de hielo, alguien llegó rápido a donde estaba y se lo quitó de la mano. Cuando le preguntó al otro que por qué había hecho eso, obtuvo por respuesta: “Aquí no hay ningún por qué”.

Otros relatos de supervivencia nos permitirían recuperar episodios similares a este último, que hoy podrían resultar tan heroicos como dolorosos. Destacamos solamente uno más: el recogido por la camboyana Denise Affonço en El infierno de los jemeres rojos (2005), un testimonio sincero y descarnado que trata sobre las tristes andanzas que ella y los suyos tuvieron que sufrir una vez se impuso el régimen totalitario de Pol Pot en el año 1975. Reconocía Affonço que “de manera paradójica y al mismo tiempo muy comprensible, los miembros de una familia empezaron a pelearse por la comida. Si a alguien se le daba un poco más o un poco menos, estallaba un drama […] La amistad y la solidaridad dejaban de existir entre parientes cuando el estómago lloraba de hambre”.

Entre las normas que aquella nueva sociedad impuso desde su toma del poder -y una vez toda la población urbana fue expulsada por la fuerza a zonas recónditas de la selva-, destaca esa que prohibía tajantemente a los habitantes expresar cualquier clase de sentimiento, alegría o tristeza; la que amenazaba con penalizar la nostalgia del pasado; o la que condenaba a aquellos que se quejaban por el dolor o por el hambre. Como si se tratase de reproducir punto por punto todas las cuestiones que hemos ido apuntando aquí, en el régimen agrícola de los jemeres rojos también se recurrió a la misma mecánica de doblegamiento intenso, rapando cabezas, vistiendo a todos sus habitantes de negro, prohibiendo los zapatos (había que ir siempre descalzos), prohibiendo las gafas (pues era este un producto pernicioso de los intelectuales), obligando a las personas a buscarse el sustento entre los sapos, los saltamontes y las termitas, y en fin, desvinculando a través de esta praxis al individuo de su propia humanidad.

Cuando Affonço asistió tristemente a la muerte de su hija pequeña por inanición, no logró lamentarlo como lo habría hecho una madre común en unas circunstancias normales, pues hasta ese extremo le había conducido la sinrazón del totalitarismo. “Si desde el interior del campo algún mensaje hubiese podido dirigirse a los hombres libres -sentenciaba Primo Levi en sus memorias de Auschwitz-, habría sido este: No hagáis nunca lo que nos están haciendo aquí”.