Henry David Thoreau creía que, tarde o temprano, en la vida de toda persona llega un momento en el que cualquier lugar imaginable puede ser visto como un posible emplazamiento para una casa en la que establecerse definitivamente. Esto mismo le acabó ocurriendo a él, y es por eso que durante un tiempo recorrió con perseverancia los alrededores de su pequeña localidad natal, Concord (en el estado de Massachusetts), evaluando mentalmente la calidad y conveniencia de las granjas que veía diseminadas a su paso, hasta el punto de que poco después acabaría siendo etiquetado por sus amigos como un verdadero “corredor de fincas”. Pero al final nada encontró que le gustase; todas las propiedades que visitaba le suscitaban dudas, y las conversaciones con los propietarios no se materializaban nunca. Él seguía sintiendo cierta predilección por una gran caja abandonada que había tirada cerca de las vías del ferrocarril. Era una caja donde los trabajadores de la zona guardaban las herramientas durante la noche, no una casa, pero aun así no podía evitar pensar que añadiéndole unos pocos agujeros para permitirle la entrada de aire, cualquiera que quisiera instalarse en ella “podría guarecerse cuando lloviera, y al caer la noche y bajar la tapa, sentirse por completo libre e independiente”.

El episodio más conocido de la vida de Thoreau es, desde luego, el momento en el que, durante la mañana del 4 de julio de 1845, cuando todo el mundo celebraba la independencia nacional, tomó la decisión de alejarse de la civilización y de adentrarse en los bosques para vivir solitariamente en una rústica cabaña construida por él mismo. El lugar escogido se encontraba ubicado entre su pueblo y Lincoln, en el emplazamiento donde presumiblemente se había librado una de las más significativas batallas en 1775, la laguna de Walden Pond. Allí, en ese entorno salvaje y tranquilo, el joven intelectual empeñó un tiempo en preparar su reducido cubículo y en adecuarlo mínimamente con unos pocos muebles (algunos de los cuales hizo él mismo): una cama, una mesa, tres sillas, un espejo, y algún que otro cacharro para cocinar. Eso era lo que él consideraba como imprescindible, de manera que todo lo demás, resultaba a la fuerza superfluo. “Con respecto a los lujos y comodidades -apuntaba en su excepcional obra Walden (1854), que recoge narradas sus experiencias en esta casa-, diré que los más sabios siempre han vivido vidas más simples y austeras que los pobres mismos”.

A grandes rasgos, podría afirmarse que Thoreau no era un individuo convencional. Siempre vestía igual, y pensaba que lo deseable en cualquier caso era proyectar una imagen de sencillez tal que, en caso de emergencia, uno pudiese salir corriendo del hogar en mitad de la noche sin que eso le supusiese lamentar muchas pérdidas. Calculó asimismo, de forma obsesiva, el dinero que le costaba la comida que consumía, tratando con el tiempo de establecer las mínimas cantidades de alimento que le hacían falta para encontrarse sano. En los dos años, dos meses y dos días que residió en su cabaña del lago, comió casi siempre patatas, arroz, carne de cerdo, melaza y sal, gastándose una media de veintisiete centavos a la semana. Aprendió a hacer su propio pan, cosa que logró siguiendo las indicaciones descritas por Marco Porcio Catón en su tratado Sobre la agricultura: “Amasa así el pan / Lava bien tus manos y el mortero / Pon la harina en el mortero, añade agua gradualmente y amásalo bien / Cuando esté completamente amasado, dale forma y cuécelo con una tapadera”. En el instante en el que comenzó a familiarizarse con el terreno, se decidió también a plantar judías, de las que se enorgullecería, pues su producción llegó a superar muy ampliamente sus necesidades.

Para él, una cuestión de máxima importancia era la correcta administración del tiempo. Sostuvo en diferentes ocasiones que la gente andaba engañada cuando se mostraba tan preocupada por los “negocios” y por la adquisición enfermiza de dinero. En una charla que dio durante la ceremonia de su graduación en Harvard, los asistentes al acto tuvieron a la fuerza que sorprenderse al escucharle decir que lo lógico y lo más beneficioso para todos sería trabajar un día a la semana y descansar el resto. La verdad es que Thoreau aspiraba a llevar la vida de un jornalero, esforzándose lo que hiciera falta hasta que se ocultase el sol y dedicándose después a hacer lo que le apeteciese. En ese caso, siempre según sus cálculos, debería invertir tan solo treinta o cuarenta días al año para garantizarse el sustento.

Precisamente debido a esta mentalidad, es muy posible que nunca llegase a sentirse a gusto en los empleos que desempeñó. Fue maestro en la escuela pública de Concord, pero no aguantó allí más que unas semanas por negarse a infligir castigos corporales a los alumnos testarudos. Con su hermano fundó temporalmente una escuela de gramática en el pueblo; trabajó durante algunos años en una fábrica de lápices familiar; y poco antes de embarcarse en su estancia en Walden, vivió bajo el patrocinio de un amigo, el filósofo trascendentalista Ralph Weldo Emerson, en cuya casa cuidaba diariamente de sus hijos o hacía algunas pequeñas chapuzas de mantenimiento o jardinería. Todos aquellos empleos pudieron darle experiencia y conocimientos, aunque fue realmente en la cabaña del bosque donde Thoreau alcanzó su realización: “Comprendí entonces lo que los orientales entienden por contemplación y abandono de toda tarea”. Los días allí siempre se desarrollaban de la misma manera. Cada mañana se levantaba temprano para bañarse en el lago (decía que “era un ejercicio religioso”); después se sentaba en el umbral soleado de su choza y se quedaba absorto con la mirada perdida entre pinos y nogales. Escuchaba de lejos el silbido del tren, siempre pasando a la mismas horas, o los mugidos de una vaca, y también las entonaciones de las lechuzas y las chotacabras. Encima de su mesa tenía un ejemplar de la Ilíada de Homero, aunque en un verano entero ni siquiera llegó a tocarlo por estar demasiado ocupado plantando judías.

En numerosas ocasiones se ha subrayado el carácter ecologista de Thoreau, así como su constante defensa por el derecho a la pereza. También es importante su talante liberal, que le llevó a adoptar posturas radicales en algún momento de su vida. En este sentido, no debe olvidarse lo ocurrido en 1846, cuando bajando un día a la ciudad para arreglarse un zapato, fue detenido y encarcelado por una noche debido al impago de impuestos. Su lucha era contra el imperialismo estadounidense, en aquel momento dedicado a la inmoral guerra de México (1846-1847). No quería que con sus impuestos se financiasen invasiones tan injustas como aquella, y por eso decidió dejar de pagar (ese es igualmente el germen de otro de sus textos fundamentales, La desobediencia civil). Para acabar, es preciso recordar también su condición de antiesclavista. Tras el caso de Anthony Burns, un esclavo negro que consiguió escaparse temporalmente a Boston antes de ser capturado de nuevo, Thoreau escribió La esclavitud en Massachusetts, sin ocultar en lo más absoluto sus críticas al gobierno. Esas críticas, que a menudo lo convertirían en un defensor de causas perdidas, cobraron especial fuerza en las páginas de sus extensos Diarios, o también en sus poesías “filosóficas”, a través de las cuales, por cierto, no es difícil detectar los deseos de libertad de Walt Whitman.