Suena el despertador y Eric maldice. Se agarra a las sábanas y reza para que, hoy sí, se haya hundido el mundo. O, al menos, el colegio. Cuando ya está allí (porque sigue intacto sobre sus cimientos), se le escapa un poco el pis. Perfecto. Lo que le faltaba. Que lo huelan. En el bolsillo de los pantalones ligeramente húmedos, su móvil vibra. Pero no lo mira. Sabe que se trata de la jauría, que vuelve a la carga. Al igual que esas garras que, mientras recorre el pasillo de la vergüenza, lo sujetan una vez más tirando de la mochila, con la fuerza suficiente como para darle la vuelta y cruzarle la cara de un guantazo al tiempo que ya suenan los insultos. Y los risas. Sobre todo las risas.

Eh, tú... sí, tú, Eric. Te estoy hablando a ti. Eres el protagonista de esta historia. Y de muchas otras. Según las estadísticas, en cada clase de cada colegio de cada país de la OCDE hay uno como tú. Vamos, no como tú, sino que se encuentra en tu situación, aunque el infierno sea lo más personal que existe. Misma situación, motivos distintos. Puede deberse a tu estatura, lo que pesas, a que tengas un ojo vago, al Dios en el que crees, tu orientación sexual, a cómo vistes o dejas de vestir, a un comentario que deslizaste en cierta ocasión y no cayó en gracia. O, simplemente, estás ahí, como el Everest. A alguien le ha de tocar. Me gustaría decirte, Eric, que mejorará. Muchos de los que ahora te pegan, empujan, se carcajean o callan harán con el tiempo algo más productivo llamado madurar. Otros no. Si su problema no es de sazón sino de maldad, continuarán igual o peor. Y se convertirán en tu jefe, tu empleado, tu vecino, o en el malnacido del que, por desgracia, te enamores. Eso no se sabe, Eric.

Tampoco cómo influirá en tu vida toda esta mierda que te están haciendo pasar. Recientemente, unos directores de cine y teatro bastante populares, pero que en su infancia no debieron de serlo tanto, los Javis, se dirigieron en su discurso de recepción de un premio a los jóvenes que se sintieran perdidos, y les aseguraron que acabarían encontrando su sitio y alguien que los quisiera tal como son. En muchos casos, esa promesa de esperanza se cumplirá.

Y tal vez, Eric, tú mismo seas algún día digno de un premio, precisamente por lo que estás sufriendo ahora. No sé si al cambio te sale a cuenta la ganancia, pero, para bien y para mal, el arte suele nutrirse de quien ha vivido en los territorios oscuros del alma. Se alza como refugio y amigo cuando faltan los demás. Por eso, quienes merecen que se les escriban libros, compongan canciones y rueden películas son los inadaptados. Y, tras la firma, casi siempre hay uno de ellos hablando de sí mismo.

Sin embargo, no siempre podremos celebrar esa justicia histórica. Cabe la posibilidad de que esa reparación no se produzca, que no te compense, Eric. O de que termines abrazando la ley de la jungla. Que te transformes en uno de los malos, porque, quien a hierro muere, a hierro mata. Ojalá no ocurra, pero no se puede esperar que todo el mundo se muestre más fuerte y elevado que su pesadilla. En realidad, no estoy autorizada para pedirte nada, Eric. Bueno, miento. Una cosa más. Pero al final.

Ahora voy a hablar... Puf, con el abusón, no. La verdad es que no me apetece.

Más bien, contigo, el que asiste a la tortura diaria de uno de tus compañeros sin hacer o decir nada. Un estudio realizado en Finlandia ha concluido que interpelarte resulta lo más eficaz. Creo que lo vas a entender. Es muy simple. En tu clase hay un ser humano que tiene miedo. Todo el rato. Y que está solo. Con eso debería bastarte. Y si no, míralo egoístamente. Podría pasarle a tu hermano. O a ti. No, de hecho, te pasará. Todo el mundo es Eric en algún momento. El primer día de trabajo, cuando enferma quien más quieres, o te rompen el corazón. Así que, anda, no se lo pongas más difícil innecesariamente. Eric no tiene por qué tratarse de tu alma gemela, pero defiende su derecho a que otros lo sean. Incluso, si te sirve de motivación, por experiencia te cuento que quizás llegue el día en que arrimes tu pupitre al de alguien que no te cae especialmente bien pero que se ha quedado desparejado en clase, y que esa persona, sí, esa misma, no me enarques la ceja escéptica, acabe convertida en uno de tus mejores amigos. Y que, años después, cuando entre risas intentéis acordaros de por qué comenzó vuestra amistad, Eric te diga: "Porque te sentaste conmigo".

De modo que no seas huevón, y no pares hasta dar con él, demonios. Te recuerdo que, por estadística, en tu clase hay uno, seguro. Y seguro que sabes quién es. ¡Búscalo!

Y a ti, Eric, ha llegado el momento de pedirte ese último favor. Que resistas hasta que te encuentren.