Los contados testimonios que nos han quedado sobre la vida de Diógenes de Sinope, muy ficticios todos ellos, nos lo presentan invariablemente como un personaje de estrafalario físico y desconcertantes costumbres. Para cubrirse el cuerpo utilizaba un enorme manto de estameña que a su vez empleaba como cobertor en las noches del invierno; se había dejado crecer una barba larguísima y salvaje cuando la moda entre los hombres de la Macedonia imperial era precisamente ir bien afeitado; no poseía apenas nada, y los pocos objetos que guardaba le cabían en un zurrón que llevaba siempre a mano en sus erráticas travesías, lo mismo que el bastón nudoso de peregrino con el que se ayudaba al andar. No tenía casa, ni la quería. Podía dormir en el ágora de Atenas, donde tomaba el sol por las mañanas, o en el mercado de Corinto, entre sus puestos y típicos paseantes; o en cualquier otro lugar. A pesar de todo, por lo general se le recuerda metido en su abombada tinaja, aquella que sería visitada nada menos que por Alejandro Magno, dándose entonces pie a que tuviese lugar uno de los episodios de la historia universal donde más claro se ha visto el desprecio que un individuo solitario e indefenso puede mostrar al poderoso mirándole fijamente a los ojos.

Su desdén hacia los demás alcanzaba tal límite que no le importaba hacer sus necesidades a la vista de todos, masturbándose también en plena calle para después dejar sus restos tirados en el suelo. Como es natural, esta clase de conductas provocaron que los ciudadanos le vieran con repulsión, y fue por ello que a su vez la gente empezó a referirse a Diógenes con el sobrenombre de “el perro”, insulto este de particular resonancia en la Antigua Grecia, ya que “perro” era aquel que, como todo sucio animal, desconocía las leyes mínimas de conducta en sociedad y se dejaba llevar por sus arrebatos de bestia incivilizada. Con todo, y contra cualquier pronóstico, Diógenes no solamente no protestó contra ese insulto que se le había impuesto sino que se enorgulleció de él. Le gustó de verdad. Ser llamado “perro” por los demás le resultaba gratificante porque al ser tildado así se marcaba una distancia entre él mismo y el resto del mundo obediente y sumiso. Se conoce también, en relación con lo dicho, que Diógenes visitaba el teatro únicamente cuando la función ya había acabado y el público se apresuraba a salir en tropel de las gradas. De ese modo quería ir siempre en contra de la dirección imperante, por mucho que eso supusiera quedarse después solo en el escenario.

Por otra parte, adoptar la forma del perro significaba también convertirse en un ser natural, espontáneo, sencillo en las maneras; en un bruto que, por no recurrir a tretas o ademanes engañosos en su proceder, se hacía conocer fácilmente y siempre resultaba honesto. En su utopía, la Politeía, las jerarquías no existían, ni tampoco la propiedad, ya que ambas cosas distanciaban a los seres de su esencia primigenia. Sabemos por una declaración recogida por Epicteto que el filósofo Diógenes quiso volver a los orígenes del hombre recurriendo al esperpento y a la risa escandalosa, pero también a través de la desvinculación personal de todos los elementos externos: “Lo poseído no es mío. Parientes, familiares, amigos, fama, lugares habituales, modo de vida, todo eso no son sino cosas ajenas. ¿Qué es entonces tuyo? El uso de las representaciones imaginativas […] Nadie puede impedirme, nadie puede forzarme a usar mi imaginación sino como quiero”.

Por increíble que pueda parecer, los constantes desequilibrios de Diógenes lograron atraer algunos adeptos dispuestos a imitar su estilo de vida, y es así que tradicionalmente se ha hablado incluso de una escuela filosófica -la cínica- dedicada a la adopción de estas peculiares creencias. A veces se ha tenido al meteco Antístenes, discípulo de Gorgias y de Sócrates, como precursor del cinismo, si bien hay que recordar que él cobraba al menos las clases que daba y que no rehusaba asistir a grandes banquetes siempre y cuando fuese previamente invitado a alguno. También Crates, tras renunciar a una grandísima fortuna heredada, prefirió la frugalidad del pobre y fue por ello admirado por los atenienses, que siempre le dejaban entrar en sus casas. Sus poesías fueron muy recordadas, pues en ellas explicaba y justificaba su particular modo de vida, que en ocasiones se materializaba en la descripción de utopías irreales. “La ciudad de Pera está en medio de un vaho vinoso, / hermosa y opulenta, rodeada de mugre, sin propiedad ninguna, / hacia ella no navega ningún insensato parásito, / ni el relamido que goza con las nalgas de puta”. Y si bien los cínicos no eran muy dados a los romances amorosos, ocurrió que la hermana de uno de los discípulos de Crates, Hiparquia, se enamoró perdidamente del maestro, y acto seguido quiso dejarlo todo y huir con él tapándose con un manto agujereado. Es esta la única mujer cínica que se conoce.

Para acabar, entre los cínicos más póstumos figuran Mónimo de Siracusa (el esclavo de un banquero que un día empezó a arrojar todas las monedas que su amo había juntado sobre una mesa), y Onesícrito de Astipalea, un timonel de los ejércitos alejandrinos que viajó por Asia y describió en un libro de viajes la longeva vida de los Musicanos, curioso pueblo que elogiaba la sencillez, realizaba las comidas en común y rechazaba la esclavitud. Es posible que con posterioridad otros pensadores y seres marginales trataran de imitar las vidas de las personas aquí apuntadas, tanto en Grecia como en otras partes del mundo mediterráneo. De todas formas, el surgimiento de esta corriente filosófica solamente pudo llegar a ver la luz en un contexto de decadencia muy concreto, que en este caso encontraba en la apetencia conquistadora arquetípica del emporio heleno, allá por el siglo IV a.C., la verdadera piedra de toque. Tal y como dejó escrito el experto en historia antigua Carlos García Gual, “el cínico denuncia, no con hermosos discursos, sino con zafios y agresivos ademanes, el pacto cívico con una comunidad que le parece inauténtica y perturbada, y prefiere renunciar al progreso y vagabundear por un sendero individual, a costa de un esfuerzo personal”.