-Ese es el momento, Christian -dijo Luigi-. Ese es el momento clave. La concentración en el agarrado final. Jim Beretti era el mejor trapecista del mundo.

- Ya, pero falló -dijo Christian-. Menos mal que tenía la red y menos mal que nosotros tenemos el vídeo para aprender de los errores. ¿Ves cómo los vídeos sirven para algo?

- Si hubiera menos de estos tendríamos más gente en el circo -sentenció Luigi.

Salieron de la caravana. Los dos trapecistas se encaminaron hacia la carpa. Los dos eran grandes amigos. En el trayecto no cruzaron palabra alguna. Sólo cuando se detuvieron a la entrada de la carpa, Christian miró a su amigo y le dijo: “Nos vemos en las estrellas” y Luigi contestó sonriente: “Que es donde mejor se está”. Unieron sus manos y luego Christian echó a correr por el anchísimo pasillo que daba a la pista.

Luigi se quedó fuera unos segundos. Luego hizo la señal de la cruz y entró. Avanzó lentamente hacia la pista central. Su imponente figura -era un verdadero atleta-- se empequeñecía al cruzarse con el hombre de los zancos, los enjaezados caballos, y los perezosos elefantes. Por el contrario, la figura de Luigi se agigantaba al pasar entre los enanos Corbetti o los perrillos amaestrados de Dolly. Se detuvo justo antes de entrar en la pista. Se emocionó al mirar las caras de los niños. Siempre se emocionaba. Muchas veces les había dicho a sus compañeros del circo: “Si tenéis la sensibilidad suficiente como para impregnaros de ese asombro infantil, jamás perderéis la ilusión por las cosas”.

Luigi sintió que alguien le agarraba por el brazo. Era Linda, la guapa y pelirroja funambulista. “¿Lo vas a intentar?”, preguntó a Luigi. Éste asintió con la cabeza. Linda le apretó más fuerte el brazo y le besó en la mejilla. Quedose parada, estática, mientras el trapecista avanzaba hacia la pista con la espalda firme y el cabello revuelto.

Se oyeron fuertes aplausos. Un redoble de tambor. Se hizo el silencio hasta que fue interrumpido por una potente voz. “A continuación, damas y caballeros, niños y niñas, la atracción más esperada por todo el mundo: ¡El trapecio! Sólo él podría intentar algo así. Sólo él puede lograrlo. Sólo él se atreve a realizar ¡El triple salto mortal sin red! Damas y caballeros, niños y niñas… ¡El Gran Luigi!”

La ovación fue impresionante. Luigi saludó al público con su mano y exhibió una amplia sonrisa. Fue hacia la cuerda que colgaba desde lo alto de la carpa. Subió con una agilidad admirable. Desde el trapecio volvió a saludar y a exhibir su espléndida sonrisa. Luego miró a Christian, le hizo un gesto y ambos empezaron a volar. Los dos eran buenos, pero Luigi… bueno, Luigi era una fuerza de la naturaleza. Aquella vitalidad, aquella vigorosidad, aquella energía y… aquella cautivadora sonrisa de dientes blancos y perfectos tenían encandilado al público. No había ninguna duda. Luigi se transformaba en las alturas. Era único.

Sonó un redoble. “Querido público. Les rogamos ahora el máximo silencio. El Gran Luigi se dispone a intentar el triple salto mortal sin red. Silencio, por favor.”

Luigi echó una última mirada a las caras de los niños. Sujetó con fuerza el trapecio y echó a volar. Cinco balanceos de un extremo a otro de la carpa e inició el triple.

En la primera de las vueltas Luigi recordó su infancia. Cuando iba con su padre a los desfiles de los artistas y luego al circo. Cuando ayudaba a los mozos del circo a colocar las sillas en el interior de la carpa para conseguir así una entrada. Cuando ganó sus primeros campeonatos como gimnasta. Luego recordó su boda. Recordó el día más feliz de su vida: el nacimiento de su hija Clara. También recordó el día que dejó el rutinario trabajo de oficina en un extraordinario ataque de lucidez. Había colocado todas las sillas de la oficina mirando hacia la puerta del despacho de su jefe y, cuando éste salió, Luigi gritó: “¡Señoras y señores! Ante ustedes el animal más fiero del mundo”. A los dos días, su esposa lo abandonaba, no porque Luigi decidiese trabajar de acróbata en un circo, sino porque “simplemente, me he cansado de ti” le había comentado con pasmosa indiferencia. Lo cierto es que a Luigi no le importó mucho que ella lo dejara, lo que sí le importó, y mucho, fue el sufrimiento que podían causarle a la pequeña Clara con motivo de la separación. Adoraba a Clara con locura.

En el segundo giro Luigi voló más alto que nunca. Por unos instantes sintió que iba a atravesar la lona de la carpa y llegar junto a las estrellas. Les preguntaría por Clara. Les preguntaría si era feliz allá en el cielo. Le preguntaría a Dios por qué se la había llevado tan pronto. Luigi volvió a recordar el accidente. Clara tenía diez años y estaba pasando una temporada con su madre. Ésta, más preocupada por acudir a todas las fiestas que organizaba la alta sociedad, encargó la vigilancia de la pequeña a un sobrino suyo de dieciséis años. Cuando quedaron solos, al sobrino no se le ocurrió otra cosa que llevar a la niña a dar una vuelta en su moto. A pocos kilómetros de la casa, la moto se estrelló contra un camión. El sobrino resultó ileso. La pequeña Clara yacía muerta en la cuneta en medio de un charco de sangre. Cuando Luigi llegó no dijo una sola palabra. Tomó a la pequeña en sus brazos, se alejó unos cuantos metros y se sentó en el bordillo de la acera. Permaneció horas acunando a su hijita. Durante ese tiempo -ahogado en un llanto monótono y desgarrador- sintió locura y furia, dolor y odio. Pero, sorprendentemente, la cara del ángel que tiernamente mecía, trocó aquellos sentimientos en una dulce serenidad.

En el tercer giro Luigi pensó en el tiempo que le había tocado vivir. Él no conoció lo que otros llamaban tiempos mejores. Él sólo conoció lo que había dentro y fuera del circo, y lo de fuera no le gustaba. Solía decir que lejos del circo todo resultaba artificial. Este calificativo también lo utilizaba con muchos padres. “Existen -solía comentar a sus compañeros- dos tipos de padres que vienen al circo. Unos hacen como en la iglesia, les encanta el sermón y nada más salir ya no se acuerdan de nada. Otros, vienen únicamente para quedar bien con sus hijos. Lo que ven aquí les importa un pimiento”.

Luigi miró las manos de Christian. Todo estaba saliendo perfecto. Sus dedos rozaban los de Christian. En el interior de la carpa sonó un teléfono móvil. Luigi sólo se despistó un poquito. Lo suficiente. Su cuerpo de atleta se estrelló contra el suelo.

El primero en llegar fue el jefe de pista. Luigi, con la columna destrozada, esbozó una sonrisa y le dijo: “La función debe continuar”. Y, fijando su mirada en los niños, añadió: “Por ellos”.