Cuando fuimos a Budapest me hiciste pasear por la ribera del Danubio una y otra vez. La puesta de sol era maravillosa y te hipnotizó, así que nos pasamos horas contemplando Buda desde Pest y Pest desde Buda. Entonces, y por mucho que tú me lo decías, no me di cuenta de lo importante que era saborear ese momento.

El día que te dijeron que tenías cáncer recorrimos parte de la orilla del Ebro hasta que nos sentamos en un banco. Apenas hablamos. Eso fue hace dos años, un mes de septiembre, y desde ese día el jodido cáncer ha estado presente en prácticamente todas nuestras conversaciones. Es inevitable porque siempre está ahí, en la sombra, haciendo de las suyas sin avisar y convirtiendo un tonto estornudo en una exaltación del miedo. Pero no solo ha habido cosas tristes porque si algo te enseña esta enfermedad es que hay que vivir, vivir y vivir. Y de paso, reír. Y precisamente a ti eso se te daba bastante bien porque lograbas sacar de quicio a cualquiera a la vez que le hacías reír con tus comentarios ácidos e irónicos. Tenías algo que te convertía en único para llenar espacios vacíos, romper el hielo y suavizar situaciones incómodas solo con tu presencia. Siempre tenías palabras para todo.

Hace pocos días paseamos otra vez por la ribera junto a Estrella y Óscar buscando cualquier rayo de sol, ese que tantas veces reclamabas en el hospital. Tomamos un café -tú un té, claro-, hablamos de todo y de nada pero lo vivimos. Ese paseo fue precioso y, esta vez sí, saboreé cada paso, cada palabra, cada silencio y cada mirada. Y reímos, Michel. Un momento eterno.