Parece mentira que aún hoy en día tengamos que pelear por nuestro derecho a irnos, que tengamos que buscar la aquiescencia de la familia, amigos, y -en última instancia- del resto de los coetáneos sobre la elección del momento y el lugar donde poner el punto final.

Dice una expresión latina que el gladiador decide su futuro en la arena. Y es ahí donde el hombre ha de elegir entre quedarse o salir; porque, si bien no tuvo en su mano la elección de venir, al menos sí tiene la de irse. Y la arena es donde cada uno se siente a gusto, y desde luego no es un hospital, una sala de urgencias, ni por su puesto, una unidad del dolor.

No es casualidad que el verbo «despenar» se use en muchos países de Latinoamérica para referirse a la ayuda que se presta a una persona que está sufriendo para ponerla a salvo de los tormentos de la memoria, como decía Gabo. En España también tenemos un verbo similar; busque en la RAE la definición de «auxiliar» y verá que la segunda acepción dice: «ayudar a bien morir».

Mucha gente acaba sus días en un estado valetudinario y exangüe, sufriendo los más espantosos dolores, y lo que es peor, sin ni si quiera poder atenderse a sí misma. Alejados de la misma naturaleza humana que nos define, como un pétalo marcescente que permanece unido a la flor pero que en realidad yace exánime. Y todo por no tener el cuajo y el tronío de abrazar a la muerte como adultos libres y dueños de nuestro propio destino. En su lugar se intenta mendigar unos meses o años más de vida, casi siempre periclitados e inanes, pensando que se hará en ese tiempo lo que no se ha hecho durante el resto de la vida. Y así es más noble salir con la cabeza alta de una vida de excesos que llorar puerilmente como párvulos medrosos ante la inminencia de la muerte por no haber sabido sacar partido a los años que se nos dio de ventaja.

Ilustración realizada por Víctor Pastor.

Porque la vida se mide en hondura y no en largura. Y así, el escandio de ésta no lo han de dar los amaneceres sino los momentos meritorios dignos de ser recordados. Pues solo el hombre que ha vivido de verdad afronta la muerte de cara, sin importarle cuando ésta tenga que venir o de si hemos de ir a buscarla.

Ya en un pasaje de El Extranjero Camus expone cómo un hombre que ha sabido vivir un solo día de su vida a fondo puede pasar el resto de ésta con el recuerdo de ese día. Habría que ver cuántas personas pueden decir que han llevado una vida digna de ser terminada en este mismo instante. Porque las vidas loables pueden ser segadas en cualquier momento mientras que las que no lo son pedirán aplazamientos para intentar sumar en anchura lo que no hicieron en profundidad.

La gente se permite el lujo de opinar sobre el final de sus convecinos con la seguridad del que ve la función desde la platea, sin darse cuenta de que realmente es el cadalso el lugar desde donde columbran el destino de los demás. Pues la distancia de todos los hombres con la Parca es la misma, y olvidan que siempre se soportan mejor los dolores ajenos que los propios. Y por ello mismo, poco ha de importarnos la visión de los demás, pues este no es un tema que pueda tratarse de manera vicaria a través de albaceas o testaferros, y mucho menos esperar a contar con el beneplácito del omnímodo estado.

Las cartas de Séneca a Lucilio son tal vez la más clara exposición del acercamiento a la muerte y tienen la misma vigencia hoy que hace ventiún siglos cuando fueron escritas: «Morirás. Esto es naturaleza del hombre, no pena. Morirás. Derecho es de las gentes volver lo que recibiste. Morirás. Ni el primero ni el postrero. Muchos murieron antes de mí, todos después. Morirás. Este es el fin del oficio humano». De forma estúpida al hombre le aterra el «no ser» siendo que antes de nacer no fuimos y que dentro de un tiempo no seremos. Por tanto lo que hay que temer realmente es este estado temporal y volátil que es el ser, y ser conscientes de que solo en vida se alumbra el dolor.

Sobre la posibilidad de elegir si seguir aquí o no, Séneca continúa «En efecto, está decidido que mueras algún día, aun contra tu voluntad, y que mueras cuando te plazca está en tu mano; lo primero es inevitable, lo segundo se te permite». Y no solo hemos de pensar que la honrosa salida ha de venir con dolores físicos, pues una madre o un padre que pierden a un hijo tienen el mismo derecho a exonerarse de ese sufrimiento que el peor de los condenados que lleva la carga de un dolor físico lacerante.

Hoy en día no se encomia y promulga el valor de morir por (por tener una salida digna, por huir del sufrimiento) sino que se exige que todo el mundo muera de (de una enfermedad, de viejo). Morir de es un acto pasivo mientras que morir por es un acto activo. Una acción volitiva del individuo. Y así una salida a tiempo debería ser una loa a la bravura y al valor de esa persona. «Un hombre debe morir orgullosamente cuando no es posible vivir con orgullo» (Nietzsche). Otra cosa muy distinta es que el miedo nos paralice y no nos deje actuar como sabemos que tendríamos que hacer.

Ya Escohotado apuntaba cómo la sanidad debería proveer en un primer momento de las medicinas necesarias para escapar del sufrimiento, primero temporal, y después -y esto lo digo yo- definitivamente; y recalco sufrimiento y no dolor. Pues el dolor es solo un tipo de sufrimiento inminente. Y así, ampliar la gama de los opiáceos que se le ofrece al paciente, y no centrarlo sólo a los que adormecen los nervios sino a los que sirven de solaz para el alma. Solo entonces podremos decir en vida lo que rezaba aquel epitafio «Está donde el dolor no puede alcanzarle».

El hecho de que defienda esto con mis treinta y seis años no es porque tenga pensado salir de forma inminente, pues aún me siento fajador para bregar con las cuitas de la vida, pero lo veo como una inversión a futuro, pues defiendo algo a lo que tendré que enfrentarme tarde o temprano, y -siendo franco- usted no correrá una suerte muy distinta a la mía.