El pueblo yanomami es uno de los más primitivos, incivilizados y autosuficientes que aún pueden encontrarse en nuestro mundo globalizado. Algunas de sus costumbres son tan extrañas que no han sido pocos los viajeros y antropólogos que desde el siglo XVIII se han aventurado a remontar las selváticas aguas del Ocamo, entre los actuales estados de Venezuela y Brasil, para adentrarse en alguno de sus poblados.

No es fácil dar con ellos, pero cuando por fin se les acaba localizando, por lo general aparecen ante la mirada de los visitantes con pasmosa tranquilidad, prácticamente desnudos y portando unos arcos gigantescos que utilizan para cazar cualquier animalillo que encuentren en el camino. Su gastronomía es simple -basada casi en exclusividad en el consumo de plátanos y yuca-, y como no conocen los misterios de la ganadería y de la agricultura, muchas veces se ven obligados a comer productos inimaginables: arañas del tamaño de una pelota de tenis, tierra que cogen a puñados del suelo (geofagia), o incluso las cenizas de sus propios muertos (endocanibalismo). También son buenos botánicos; conocen a la perfección las propiedades de las plantas de su entorno, y esa circunstancia les permite poder envenenar a los peces de los arroyuelos circundantes, o drogarse ellos mismos con el preciado yopo, que esnifan violentamente con una larga caña para disfrutar de sus efectos alucinatorios. Una vez en éxtasis, agitan sus tonsuradas cabelleras como si quisieran arrancárselas, escupen litros de saliva, y se ponen a bailar sobre el polvo de manera convulsa hasta que se descarnan las rodillas a base de los golpes que se dan.

La vida que llevan es en muchos aspectos vacía e insulsa. Su aspecto físico, a pesar de lo que observamos en la fotografía que ilustra este artículo, a menudo saca a relucir la demacración que produce la supervivencia a la intemperie. Y el universo chamánico sobre el que han construido sus tradiciones (su imaginario), es algo disparatado, carece de cualquier lógica, y desde luego les imposibilita como pueblo para elaborar su propia historia.

Y sin embargo, tenemos razones para pensar que los yanomami son mejores que nosotros. De hecho, no puede dudarse de que al menos en algunas cuestiones esenciales lo son. Ellos, por ejemplo, no contemplan la injusticia social. En sus poblados circulares -los “shabonos”- no hay construcciones que destaquen sobre otras porque todos sus habitantes son iguales y merecen vivir del mismo modo. No hay jefes, líderes ni personajes privilegiados. Tampoco hay gente rica. Más aún, la principal de las actividades a las que se dedican, la caza -a la que de todas formas no le conceden más de cuatro horas diarias-, la interpretan como un servicio que prestan a la comunidad (ya que ninguno de sus habitantes podría nunca comerse la misma pieza que ha capturado); y eso implica que tampoco exista entre ellos la pobreza. Como tampoco podría haber una persona que poseyese más bienes materiales de los que fuese capaz de sostener con sus manos en una travesía por la jungla.

Frase majestuosa

“Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios”. Una frase majestuosa. Se trata del artículo 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, un texto que en nuestras sociedades avanzadas no se está cumpliendo de ningún modo. Baste con decir al respecto que casi una cuarta parte de la población de la Unión Europea se encuentra hoy en riesgo de exclusión social, y que en España, como en otros muchos países de occidente, tanto la progresiva longevidad de sus ciudadanos como la disminución de la población en edad de trabajar, hacen que los mecanismos de Seguridad Social sean incapaces de mantener un equilibrio razonable entre los gastos públicos y los ingresos fiscales. Esa es principalmente la razón por la cual, ante la inminente hecatombe económica que se nos viene, cada vez sean más las voces que busquen poner sobre la mesa un buen proyecto de Renta Básica Universal que combata de una vez por todas las inasumibles diferencias económicas entre unas personas y otras en pleno siglo XXI.

Hace unos días, en un artículo publicado en este diario, el profesor de la Universidad de Zaragoza Jesús de Val Arnal se sumaba a otros importantes expertos en este campo de estudio al asegurar que la Renta Básica no solamente es absolutamente viable, sino necesaria y aun deseable en los momentos que nos ha tocado vivir. De hacerse bien -de forma íntegra y según los preceptos que publica la web oficial del Basic Income Earth Network-, esta renta debería ser aplicada a cada ciudadano sin excepción, en intervalos regulares y sin límite temporal (mensualmente, por ejemplo), en metálico (y no en especie o en servicios), y de ningún modo a cambio de la obligación por parte del beneficiario de realizar alguna clase de trabajo, ya fuese este remunerado o no.

Como hasta la fecha todas las intentonas y experimentos que se han realizado en algunos países han sido en esencia parciales, podría constatarse que todavía es pronto para lanzarse a criticar un paradigma que, no por fantasioso, deberíamos tener por irrealizable. Y puesto que ante los abusos que vivimos -y que muy desgraciadamente vamos a vivir- parece que hoy nos urge más que nunca pensar en modelos más justos para todos, quizás sería buena idea ponerse en la piel del yanomami por un momento; de un yanomami cualquiera, sí; pero de uno que hubiese tenido la oportunidad de embarcar a Europa y, una vez en nuestro territorio, nos hubiera hecho ver con sencillez que no es humano que haya gente con tanto cuando la mayoría tiene tan poco.

Para ese yanomami, pues, la única renta básica que merecería la pena diseñar sería aquella que permitiese al ciudadano sostener todos sus gastos necesarios (casa, comida y vestido) para que este pudiese hacer después lo que estimase oportuno con su tiempo libre: estudiar, cultivar sus múltiples talentos, sociabilizar, entretenerse… ¡incluso trabajar de así desearlo! Y así ganar un dinero extra que poder sumar a su renta vitalicia (si bien con unos límites, claro, ya que en esta sociedad ideal, precisamente por la voluntad igualadora que la regiría, debería haber también un límite máximo de ingresos). Bien pensado, sería de ese modo, y no de otro, como se alcanzaría la verdadera justicia social tal y como él, un salvaje aculturado, la podría llegar a entender.

En este punto se haría el silencio. Los unos se mirarían a los otros. Habría gestos de extrañeza, de incredulidad, y seguidamente, también de burla. Luego vendrían las réplicas y las explicaciones paternalistas. Con mucha condescendencia se le haría ver al yanomami que su utopía es insostenible, más propia de desfasadas dictaduras comunistas que de regímenes democráticos modernos, y que además, aplicándola a rajatabla, la gente ya no querría trabajar más cuando advirtiese que sin hacerlo se puede vivir igualmente. Y conforme se le fuesen dando todas estas explicaciones y otras muchas, se le iría acompañando como quien no quiere la cosa al mismo barco en el que poco antes había llegado, sin dejarle volver a abrir la boca de nuevo -pues se le interrumpiría todo el rato-, hasta que momentos más tarde, así, de repente, se le diría adiós para siempre. “¡Buen viaje!”, le gritarían desde tierra firme al ver cómo se alejaba en el mar. Entonces respirarían. Menudo alivio haberse librado a tiempo de la amenaza. Ahora nosotros podríamos volver a seguir haciendo las cosas como siempre las habíamos hecho, mientras que ese ser, de regreso a su mundo… en fin, quién sabe cómo se las arreglaría para ser feliz en el medio de tanto caos.