En la pequeña localidad provenzal de Le Muy, a 19 de septiembre de 1536, el poeta Garcilaso de la Vega sufrió durante el asedio a una torre enemiga un golpe inesperado que poco más tarde le conduciría a la muerte. Los testimonios que nos hablan de este encontronazo entre las tropas españolas y francesas coinciden en hacer del joven lírico (quien no superó los 37 años de edad) un verdadero héroe de guerra, de actitud fuerte e intrépida, y conocedor de todas las abigarradas entretelas que correspondían por aquel entonces al noble ejercicio de las armas. Había combatido previamente en Rodas, en Navarra, en Italia y en Túnez, plantando invariablemente cara al peligro; y su fidelidad hacia los intereses del emperador Carlos V no se vio disminuida jamás, ni siquiera cuando este mandó hacer encarcelar a su ilustre súbdito en una isla cercana a Ratisbona, desde cuya ventana escribiría por cierto los célebres versos de la Canción Tercera: “Danubio, río divino, / que por fieras naciones / vas con tus claras ondas discurriendo…”.

Precisamente por reunir hasta tales niveles cualidades de tipo tanto físico como intelectual y artístico, con frecuencia se ha sostenido que Garcilaso de la Vega encarnó en vida la mejor versión posible del verdadero cortesano, tal y como lo definiera Baltasar Castiglione en su fundamental obra de 1528. Y es que, según lo que aquí se nos dice, no solamente le bastaba al aspirante a este ministerio con constituirse como un jinete profesional, o con contar con horas y horas de entrenamiento en la lucha cuerpo a cuerpo, sino que el cortesano renacentista debía ser también un experimentado bailarín, un hombre capaz de expresarse en varias lenguas, de debatir sobre las bellas artes, o incluso de entender de literatura y saber componer sus propias piezas musicales. Ante tales premisas, así pues, el refinamiento y la etiqueta eran las señas de identidad más importantes en el entorno del palacio, e incluían el saber estar en sociedad y el poder modular a voluntad el comportamiento para resultar siempre elegante, seductor y persuasivo.

Queda dicho entonces que Garcilaso de la Vega encajó perfectamente con el canon prototípico del verdadero cortesano. En palabras de Gustavo Adolfo Bécquer, reunió en la misma persona las características de “una época de poesías y combates”. Sin embargo, cabe añadir ahora que ante este clásico esquema derivado de la obsesión del momento por el hallazgo de “hombres polifacéticos”, hubo de sumársele de inmediato un dilema importantísimo sobre el que todo el mundo tuvo entonces algo que opinar, ya que en definitiva los años a los que nos estamos refiriendo fueron aquellos en los que tuvo lugar también una crucial revolución armamentística, protagonizada quizás por el uso frecuente de la pólvora. La temprana introducción en los conflictos de artillería militar y de diversos ingenios de fuego idóneos para el derribo de muros y fortalezas, supuso en consecuencia el inmediato reajuste táctico del arte de la guerra, pero también la necesidad de redefinir las aptitudes que un buen combatiente precisaba controlar a la perfección. Algunos condottieri se apresuraron en protestar y en prohibir al principio el empleo de los mosquetes, esas detestables creaciones alemanas que ofrecían al débil la posibilidad de matar al fuerte. Aunque fue por supuesto Don Quijote quien, en el momento de pronunciar su recordado discurso de las armas y las letras, afirmó la siguiente genialidad:

“Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería, a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que, sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala, disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar de la maldita máquina, y corta y acaba en un instante los pensamientos y vida de quien la merecía gozar luengos siglos”.

Lo que en resumidas cuentas estaba en riesgo con la proliferación de las armas de fuego en la guerra era la propia presencia del soldado en el lugar preciso donde se encontraba el peligro. Esa circunstancia trajo consigo cambios importantes en el desarrollo efectivo de los nuevos combates, desde luego; aunque no solo eso, sino también variaciones apreciables en la forma misma en que el profesional de la guerra se daba a conocer al mundo. Al fin y al cabo, y aun cuando la reputación de los mejores militares ha continuado siendo encomiada y premiada con los siglos, no puede negarse que su protagonismo “estético” e “ideológico”, tan medular en los tiempos pasados, se ha ido difuminando indudablemente. Tampoco ha podido mantenerse invariable en muchos casos el elevado autoconcepto que los caballeros renacentistas se atribuyeron con recurrencia tras cada contienda librada, pues en su caso podríamos llegar a asegurar que factores como el arrepentimiento, la incertidumbre o el trauma no acabaron de manifestarse con demasiada repetición. Más aún, y si decidiésemos pensar ahora como Don Quijote, seguramente concluiríamos que tales sentimientos, más propios del soldado contemporáneo, han podido deberse a veces al nulo riesgo y a la dudosa honorabilidad a los que las armas más sofisticadas para la guerra, como son los drones, están ligadas. Bien pensado, no puede ser demasiado satisfactorio vigilar un potencial objetivo desde el aire (aunque quien maneje el aparato esté a salvo en una habitación lejana), para después apretar un botón y observar lo que ocurre a través de una pantalla.