Con el sugerente término de “sociedad moderna líquida”, el sociólogo polaco Zygmunt Bauman quiso englobar algunas de las características menos ilusionantes del mundo en el que vivimos, distinguido según su visión por la dirección errante que mantienen las sociedades contemporáneas, por su carácter inconstante y caprichoso, y por el sentimiento de incertidumbre que cabría atribuir a casi todos los hombres y las mujeres de las comunidades civilizadas, para los cuales el consumo “conspicuo” es la única vía posible de acceder a la felicidad. “El éxito en la búsqueda de la felicidad -finalidad ostensible y motivo primordial de la vida individual- sigue viéndose obstaculizado por la propia forma en la que se realiza esa búsqueda […] La sociedad moderna y la vida líquidas se hallan atrapadas en una especie de móvil perpetuo”.

Es tan frenético el ritmo que marca la existencia de la mayoría, que la sociedad de nuestro tiempo ha acabado por alzarse como una especie de ente que se opone con rotundidad a aquellos que hubieran preferido consagrarse de por vida a alcanzar un objetivo lejano. En los tiempos que corren, cualquier meta que uno se proponga debe obtener su gratificación de manera más o menos inmediata; es por esto que aquella antigua aceptación de que el sacrificio terrenal -la dedicación incondicional a un fin último sobre el que se vierten todas las energías- tendría su compensación en el más allá, es hoy asumida como una cosa ridícula y absurda. “La vida en la vida moderna líquida es una versión siniestra de un juego de las sillas que se juega en serio”. Recuerda Bauman la similitud notoria con una de las Ciudades invisibles de Italo Calvino, Eutropía, donde sus habitantes, una vez se han cansado del trabajo al que se dedican, de sus parejas, de sus familiares o de su casa, son libres de mudarse a la localidad siguiente y de probar suerte con una vida diferente a la anterior. Y lo mismo ocurre en nuestro mundo. Aquí la gente se ha ganado su derecho a deshacerse de cualquier cosa superflua que pueda servir de angustia: un objeto consumible, por supuesto, pero también una persona que antaño pudo ser deseada y actualmente ya no lo es. La noción de “lumpen proletariado espiritual” ideada por Andrzej Stasiuk viene bien al caso; es este el individuo predominante en el siglo XXI, un sujeto que vive exclusivamente para el ahora, interesado tan solo en su propia supervivencia y bienestar, y en la obtención de satisfacciones personales (también inmediatas, y de carácter sensorial y “fácil”). Este lumpen proletario no piensa en la eternidad tras la muerte porque su propio ciclo vital es capaz de contener “muchas vidas” -y su propia identidad, mediante el aprendizaje y la reinvención, es igualmente susceptible de modificarse con periodicidad-.

Un aspecto llamativo del mundo líquido es la ausencia de ideologías fuertes o de auténticos postulados de referencia que sirvan para dotar de consistencia los distintos derroteros que siguen nuestras existencias. Se podría hablar de una desbordante “cacofonía de proclamaciones de autoridad” procedentes de mil lugares distintos, muchas de ellas interesantes tal vez, pero ininteligibles al fin y al cabo en tanto en cuanto sus llamadas no pueden percibirse de entre todo el griterío de fondo. Tampoco son muy de fiar los modelos del pasado; es cierto que la tecnología nos brinda fuentes de conocimiento más que suficientes para conocer en profundidad los paradigmas políticos y culturales que rigieron las sociedades anteriores a la nuestra, pero el carácter antojadizo y voluble del nuevo escenario líquido favorece que las personas ya no quieran “aprender de la experiencia” y que toda nueva idea envejezca con rapidez. Por otra parte, es preciso añadir que en el universo práctico que nos rodea, donde el objetivo individual más extendido es la obtención de un beneficio “visible” y donde las ventajas de cualquier movimiento solamente podrán valorarse en términos mercantiles, algunas contribuciones no rentables desde el punto de vista económico como la historia antigua, la literatura o la filosofía, estarán avocadas al progresivo silenciamiento y al correspondiente desprestigio. “Podemos ir un paso más allá y decir que lo que está en juego es la supervivencia de la cultura tal y como la hemos conocido desde los tiempos en que se pintaron las cuevas de Altamira”.

La vida digna y feliz que se persigue ha de estar dotada de un anchuroso espacio para la libertad individual, por supuesto, pero también de otro componente ineludible, la seguridad. Es evidente que ambos conceptos, la libertad y la seguridad, son en buena medida antagónicos, aunque siempre es posible hallar la forma de establecer un punto medio entre los dos. En el relato de las aventuras de Ulises que realizó Lion Feuchtwanger, los nautas que Circe transformó en cerdos prefirieron quedarse con aquella forma animal y no volver a ser humanos, ya que en el lugar donde ahora vivían ya no estaban sujetos a peligros externos y también contaban con la comida suficiente para sobrevivir. Podría ser esta en realidad una especie de metáfora muy analógica de los establecimientos urbanos que han servido para acoger a los grupos humanos desde hace siglos. Ya en las ciudades mesopotámicas, la gran muralla servía para preservar la vida de los pobladores locales intacta de las amenazas externas, y este modelo continuó existiendo durante mucho tiempo, al menos hasta el momento en el que insólitas maquinarias de artillería hicieron inútiles aquellos muros circundantes.

En el mundo contemporáneo, sin embargo, conforme los espacios urbanos se han expandido sin límites aparentes, la figura del “otro”, aquel que amenaza con romper la paz interna del núcleo, ya no adopta la forma de un ejército invasor, sino de un grupo variado de individuos cegado por la esperanza de escapar de la pobreza. “Las ciudades se han convertido en campamentos de refugiados para los desahuciados de la vida rural”. El peligro ya vive dentro de la megalópolis, con lo que cada familia es libre de establecer su propio cerco de seguridad para protegerse. En las modernas gated communities vemos limitadas comunidades de vecinos literalmente fortificadas, con guardias de seguridad privados y cámaras de vigilancia. Es este un patrón de vivienda muy elitista pero cada vez más extendido. Existe al menos en todas las grandes ciudades. “Hoy podemos ya percibir, por el curso actual de los acontecimientos, la existencia de un peligro creciente de que el ámbito público quede reducido […] a los restos de espacio inutilizable que quedan entre los compartimentos estancos de espacio privado”.