Hace unos días compartí trayecto en el tranvía con un grupo de discapacitados intelectuales. Un poco antes de llegar a la parada de Martínez Soria, una de estas personas (creo que la llamaron Álex) señalaba un bloque de casas y le explicaba a una monitora que él había vivido allí con su abuela hacía unos cuarenta años. Me imaginé entonces a su abuela cuidando con ternura de su nieto más vulnerable que los otros niños, preocupándose por él y preguntándose angustiada qué sería del muchacho en el futuro. Cómo se desenvolvería en el mundo.

Una de las lecciones que aprendí en mis años de voluntariado es que el mundo de un discapacitado intelectual leve, o el mundo de una persona con mayor grado de incapacidad mental, o el de un niño con una enfermedad de las llamadas raras, es un mundo muy diferente al nuestro, pero es su mundo, su vida, su camino a seguir. Y depende de su entorno (familiares, educadores y -si me apuran- cualquier integrante de la sociedad en que vivimos) dotar a estas personas de las condiciones más adecuadas para el desarrollo de una vida lo más plena y feliz posible. A veces bastará la mera presencia de alguien positivo y alegre que le acompañe. A veces, un rayo de sol en su rostro o la suave caricia de un soplo de brisa fresca. Mucho o poco, es su mundo y hay que potenciarlo. Como sea. En muchas ocasiones contra viento y marea, en la soledad e incomprensión más absoluta, derribando gigantes y molinos de viento a base de tenacidad, de constancia y de una fe inquebrantable.

Tienen tantas cosas por hacer… Recuerdo a Marisa, madre de una niña con síndrome de Rett, o de Williams, ya no me acuerdo bien. La llevaba a ballet, informática, pintura… Iba al cine con ella, a merendar, al parque, a la montaña… Le daba alegría y un camino que recorrer. Pero también recuerdo a Miguel, discapacitado intelectual leve de unos cuarenta años. Vivía con su padre. Un día subí a su habitación. Era una habitación triste, con muy mal olor. Campaba el desorden por todos sus rincones. Aquella lúgubre estancia tenía que hacerle sentir que, por más que saliera el sol cada mañana, su vida ya estaba hecha, casi finalizada. No era justo. Su padre debería sacarle de allí, llevarle a otra habitación de amplios ventanales y que el sol radiante de la mañana mostrara a Miguel que hay días hermosos por vivir. Creo que se trata de eso. Sólo de eso. Porque ensombrecer de semejante manera su vida (o la de cualquier otro), creo que es casi peor que matar a un ruiseñor.