Hace unas semanas, tras visitar a un amigo en Urgencias del Miguel Servet, vi cumplido un deseo que llevaba en mente desde hace un par de años. Volver a mi antiguo colegio: El Salvador. Ese era el nombre que le dábamos los alumnos de la década de los 70. Rara vez decíamos “Los Jesuitas”. Y por supuesto, jamás usamos (más bien nunca aceptamos) la advenediza denominación de “Jesús María-El Salvador”. ¡Por Dios, Jesús María por delante de nuestro colegio de toda la vida!, ¡ni hablar del peluquín!

Bueno, a lo que iba. Así que, una tarde de octubre, de manera imprevista, y con la oscuridad (eran más de las ocho) como aliada y compañera, recorrí los escasos doscientos metros que llevan de “Urgencias” a la puerta principal de “El Salvador”.

¡Ay, si el corazón escribiera! O la vista, o el tacto. Pues lo cierto es que la palabra impresa puede ser de una frialdad intolerable cuando de plasmar emociones se trata. El latir presuroso del corazón, los saltos de éste, la lágrima silenciosa y dulce, el oscilante viaje en el tiempo sin máquina pero con alma, son fenómenos tan ajenos a la letra escrita como un beso puede serlo de un poema o una caricia de una carta. Pego mi rostro a las enormes puertas de cristal y compruebo que el vestíbulo del colegio apenas ha cambiado. “Información” a la izquierda, junto al largo pasillo que conduce a la iglesia de mi Primera Comunión. A la derecha, la entrada al cine y un edificio anexo que no conozco. Me retiro unos pasos hacia atrás y pego mi cara y engancho mis dedos en la valla metálica y blanda que delimita el campo de fútbol de 1º y 2º de EGB. Oigo las risas y sueño los juegos inventados entre compañeros en ese mismo patio silencioso y oscuro, hace ya tantos años…

Me alejo de allí. Me encamino hacia el Club del colegio. Si hay entrenamientos podré entrar por ese acceso a los patios de BUP y COU. Lo hay. Mientras avanzo lentamente por el interminable pasaje que conduce a la izquierda al Club y a la derecha a los campos de deporte, el estómago se encoge, los ojos se agrandan en busca de respuestas que satisfagan la subjetiva memoria, experimento un leve temor y… ¡Allí están! Patios, porches, campos de fútbol (que son de balonmano), canchas de mini, de baloncesto… Todo sigue igual. Pintado de forma horrorosa pero igual. Por supuesto, el primer lugar al que me dirijo es al campo de hockey, nuestro campo favorito para jugar al fútbol. “¡Si no hay nadie jugaremos ahí y podremos hacernos “segadas”!” (hacernos faltas mientras resbalábamos por su suelo de baldosas) -era lo que decíamos siempre. Es el mismo campo con otros jugadores. Apoyado en su fría y grisácea barandilla metálica me quedo un rato viendo un entrenamiento. Todos tocan demasiado bien la pelota. No hay “segadas”. Voy a los dos campos de baloncesto. Me siguen pareciendo enormes. ¡Ostras!, a ver si el cuarto del material deportivo está como antes… ¡Sí! En la parte superior de una de sus puertas de madera continúa el agujero por el que devolvíamos los balones cuando el cuarto estaba cerrado.

El resto del recorrido atravesando los porches y las canchas de mini lo hago, indefectiblemente, acompañado de mis compañeros de clase. Aquí, uno escribió con tiza en la columna el nombre de Elvis; allá, otro me atrapó jugando a balón prisionero; esa era la pared donde jugábamos a “Churro va”; en aquel rincón, mi mejor amigo me contó sus secretos; a esas torretas escalamos mil veces para recuperar los balones colgados.

He salido del colegio. Todavía ando emocionado. Creerán ustedes que la mayoría de las cosas que me sucedieron allí fueron buenas. Más bien al contrario. No recuerdo a un solo profesor que me echase una mano; siempre tenía miedo a la reacción severa de mi padre a causa de las notas; repetí curso una vez; antes de comenzar 2º de BUP me fui del colegio. No tengo ninguna duda de que, según los “parámetros jesuíticos”, he sido un perdedor. Mis notas jamás fueron brillantes. No soy médico, ni arquitecto, ni abogado. Tampoco futbolista del Real Zaragoza. Ni siquiera estoy en sus orlas de COU. No, no es por la familia jesuita y la que no lo era (únicamente me refiero a la relacionada con el colegio en aquellos años) por los que mi visita me ha emocionado. Tampoco el hecho de haber comprobado que las instalaciones apenas han sido modificadas. Son mis compañeros de clase. Ellos son los causantes de la alegría que ahora siento. Ellos han hecho desvanecer los peores recuerdos. Sus risas, por lo tanto las mías, han ganado. Sus penas, por lo tanto las mías, han ganado. ¿Saben por qué? Porque éramos un grupo muy unido. Estábamos solos ante el peligro porque en aquellos tiempos, en muchas ocasiones, únicamente nos teníamos los unos a los otros. Nuestros padres y profesores solían ir en el mismo barco. Al suspenso del profesor le acompañaba el bofetón del padre. Contra el abusón de COU que nos quitaba el balón o el campo de fútbol solo podíamos consolarnos jugando a otra cosa o usando dos mochilas como porterías para seguir nuestro partido bajo los porches. En el fatídico día de las notas se regresaba a casa en el autobús del colegio en un silencio casi sepulcral. Aprobados o suspendidos, nadie hacía burlas ese día.

Los paseos en los recreos, las charlas del comedor, aquellos partidos de fútbol o de baloncesto, las risas, las lágrimas… ¡Cómo nos unieron! Mientras enfilo Calamita Gonzalo me viene a la cabeza una y otra vez el final de la película “Cuenta conmigo”. El escritor que relata sus recuerdos de infancia termina su novela con la siguiente afirmación y posterior pregunta: “Nunca he vuelto a tener amigos como los que tuve cuando tenía doce años. Dios mío, ¿los tiene alguien?