Cuando uno termina de leer La mujer de blanco de Wilkie Collins se rebela contra el final, pero no porque está mal resuelto, sino por lo que tiene de conclusión, de término, pues desearía seguir leyendo eternamente esta novela inmortal, sin duda una de las mejores de todos los tiempos.

Esa especie de necesidad, de urgencia contagiada por la lectura de una obra maestra, ese ameno pero imperioso mandato para regresar a sus páginas es bien conocida por los buenos lectores. Sobre todo, por aquellos que aprecian los matices de la trama y los adornos de una técnica narrativa tan original como la de Collins, que tanto tiene que ver con el suspense.

Recurso, o dinámica, que hasta entonces apenas se había empleado, en ningún caso con la pericia y eficacia de Collins.

Ciertamente algunos años antes de que la imprenta diese a la luz La mujer de blanco o La piedra lunar, otro monstruo de las letras, Edgar Allan Poe, había sentado las bases de lo que hoy seguimos entendiendo por el relato policiaco. Aquel en el que confluyen un crimen contra la naturaleza, un detective dotado sobrenaturalmente para desvelar las claves de enigmas ocultos a los ojos de la policía y un desenlace nunca esperado.

Pero suspense, propiamente dicho, en Poe no había. Sus narraciones cortas no lo necesitaban. El efecto final, siempre deslumbrante, la sustituía al poco rato de lectura.

Collins, en cambio, contemporáneo de Dickens, con quien compartió época --el Londres victoriano--, y principios narrativos, comenzando por la extensión larga de sus grandes novelas, necesitaba, para tensar sus alargadas tramas, situar al comienzo de la narración un gancho que tirase de la curiosidad del lector.

En el caso de La piedra lunar será el robo de un valioso diamante, supuestamente a manos de unos misteriosos hindúes que rondaban una mansión campestre. En La mujer de blanco, la aparición de una extraña dama, con aire espectral, en un paisaje de lagunas y sotos, cerca asimismo de una mansión donde sus protagonistas ocultan demasiados secretos, entre ellos la identidad de la dama de blanco, mujer o fantasma.

Será aquí, en la traza de los personajes, donde el talento de Collins literalmente se desborde. Sus caracteres son simplemente inolvidables. Las mujeres, dos hermanas, Laura y Marian, radicalmente distintas pero siempre física y espiritualmente unidas, se enfrentarán a la doblez de hombres que afirman amarlas, protegerlas, que están dispuestos a casarse y morir por ellas, pero cuya codicia apunta ocultamente a otros deseos...

Obra maestra para autores tan distintos como Jorge Luis Borges, Eliot, Tackeray, Alessandro Baricco o Philip Pullman, la nueva edición que Navona Ineludibles nos ofrece de La mujer de blanco aporta una extraordinaria traducción del inglés a cargo de Miguel Martínez-Lage.

Encuadernado en tela blanca (por supuesto) esta ficción prodigiosa se resiste a caer de mi mesilla... Es posible que vuelva a leerla.

Juan Bolea es escritor.