Entre los cambios esenciales que se produjeron en nuestro continente hacia finales del medievo, no debe olvidarse aquel que afectó de lleno a la esfera política. De esta época son muy representativas las cruentas guerras civiles libradas entre facciones de grandes nobles que se disputaban el poder de los territorios, y también los enfrentamientos armados entre los propios reyes y sus más poderosos súbditos -quienes a veces pudieron ser los hermanos, los hijos o las esposas del monarca- en conflictos traicioneros que buscaban construir, de una vez por todas, estados nacionales extensos y compactos. Como resultado, y de forma relativamente unánime, cabría afirmar que los reyes ganaron esta disputa, y que derivado de ello consiguieron domesticar con mayores o menores problemas a las noblezas locales de sus dominios, generándose en definitiva un clima bastante propicio para ellos.

Partiendo pues del supuesto de que el afianzamiento del liderazgo era un asunto prioritario, es comprensible que los nuevos reyes de la era moderna recurriesen con frecuencia a las antiguas máximas que el emperador y el papa habían pronunciado en el pasado con el objeto de justificar respectivamente su dominium mundi. Muy socorridas fueron las sentencias del comentarista Ulpiano, del siglo III -“lo que place al príncipe, tiene fuerza de ley”-, o las consideraciones que al caso habían desarrollado los glosadores y juristas bajomedievales desde las universidades de Bolonia, Montpellier o Salamanca, convirtiendo el derecho romano en un instrumento al servicio de los deseos de sus gobernadores. Con el tiempo, de hecho, pareció una cosa posible lograr mantener en el poder monarquías hereditarias cuyos mandatarios fuesen elogiados públicamente siempre que se coronasen o que contrajesen matrimonio (y que fuesen a su vez despedidos amargamente por el vulgo tras la muerte); como también resultó factible la creación de extraordinarios ejércitos profesionales, de refinadas cortes de burócratas y aduladores, o de mecanismos mediáticos que permitiesen la adhesión espiritual e ideológica de todo un país hacia una misma idea compartida.

A pesar de todo, estas “nuevas monarquías” del Renacimiento (más conocidas hoy como monarquías absolutas), si bien contaron con un soporte teórico contundente -no olvidemos los Seis libros de la República de Jean Bodin (1576), texto de singular relevancia a este respecto-, ni fueron tan poderosas como siempre se ha creído, ni se extendieron geográficamente por la totalidad del continente europeo.

Naturalmente que Francia fue durante los tiempos de Luis XIV el ejemplo paradigmático de esta forma de gobierno (“El Estado, soy yo”), pero no todas las demás naciones lograron el mismo nivel de rigor absolutista, ni siquiera España, que todavía en pleno siglo XVII, bajo el dominio de los Austrias, estaba articulada por la unión de reinos diversos dispuestos a proteger sus identidades e instituciones propias, en ocasiones con la fuerza de las armas. Del resto de países, podríamos mencionar aquí los 350 estados distintos que conformaban el Sacro Imperio Romano Germánico (en el territorio actualmente comprendido por Alemania, Austria, República Checa, y por otras regiones circundantes), que fracasó rotundamente al pretender unirse como un solo cuerpo sólido, católico y centralizado. También en la península italiana había una notable división estatal, y sus partes, en algunos casos intimidadas por la codicia conquistadora de potencias extranjeras, ni siquiera tuvieron necesariamente que gobernarse bajo la forma de una monarquía. En cuanto a las Provincias Unidas del Norte (hoy los Países Bajos), estas formaron asimismo una república al escindirse definitivamente de la administración española. Polonia era una frágil mole feudal donde la nobleza terrateniente todavía designaba -y controlaba- a sus reyes. Suecia, la mayor potencia protestante en la Europa del Barroco, no dio el paso al absolutismo hasta 1680. Dinamarca lo consiguió antes, en 1661, pero su empuje en el tablero político internacional perdía fuerza con rapidez. Hungría seguía estando en buena medida dominada por el Imperio Otomano. Y Rusia, liderada por los Romanov desde 1613, permitía que su zar actuase como un autócrata propietario no solo de las tierras, sino también de las personas.

Caso aparte es el de Inglaterra. Por extraño que en un principio pudiese parecer, la que entonces era una de las más pujantes economías de occidente (y a la postre, capital comercial del mundo), acabó viéndose envuelta a partir de la década de los 40 del siglo XVII en una concatenación de destructivas guerras civiles que alcanzaron sus puntos culminantes con la ejecución de su monarca en 1649 -a quien se consideró “enemigo público de las gentes honradas de la nación”-, y con el establecimiento de la insólita República de Oliver Cromwell a partir de entonces. Las razones que se han buscado para entender esta lucha entre los partidarios del Rey y los del Parlamento, han subrayado el hartazgo popular ante el excesivo coste de mantenimiento de una corte que quería medirse con las derrochadoras monarquías absolutas del momento (Hugh Trevor Roper), el arrastre de una nueva clase burguesa que en su deseo por implantar el capitalismo hubo de vérselas con el conservadurismo de los terratenientes feudales (Christopher Hill), o incluso la cuestión religiosa, puesto que las dos espiritualidades allí dominantes, el anglicanismo y el puritanismo, estaban entonces enfrentadas, y según se sabía entonces, quien dominaba la religión, dominaba la sociedad entera.

Con todo, lo que más nos interesa aquí destacar es que ante ese escenario tan anómalo que se produjo al matar a un rey absoluto en el medio de la Europa del absolutismo, el bando victorioso se apresurase a idear futuribles formas de gobierno más acordes con sus ideologías e intereses espirituales y económicos, siendo algunas de ellas sorprendentemente inusuales para la época a la que nos referimos. En un reciente artículo de gran interés, el historiador Eliseo Serrano Martín indaga en la trayectoria y personalidad de una de aquellas identidades revolucionarias de la Inglaterra convulsa del Diecisiete, la del comerciante Gerrard Winstanley, que tras escribir algún popular panfleto político de los tantísimos que corrieron en aquella época, se decidió a poblar con un conjunto de seguidores las tierras comunales de la colina de Saint Georges en Surrey para cultivarlas con sus propios recursos bajo el precepto de que “el hombre pobre tiene el mismo derecho a poseer la tierra que el rico”.

Este grupo de diggers (“cavadores”), como se hicieron llamar aquellos “pacifistas” espontáneos, fue disuelto con relativa facilidad ante las quejas de nobles y clérigos de la zona tras un año de experimento, si bien hay constancia de que otras agrupaciones similares siguieron su estela en los condados de Kent, Buckingham y Northampton. Es cierto entonces que el impacto inicial de Winstanley, aunque llegase a tener alguna repercusión, no se materializó con el tiempo en un proyecto que pudiese hacer frente a lo que vendría después con el paso de los años, por mucho que el de los diggers sea el grupo ideológicamente más opuesto al viejo orden feudal que perdió la guerra, y también al modelo capitalista que se estaba imponiendo antes de la Revolución Industrial. Tal y como recuerda Eliseo Serrano -que en su texto habla también de la película que sobre este episodio dirigieron los británicos Kevin Brownlow y Andrew Mollo en 1975, en cuyos diálogos vemos reflejados fragmentos textuales de los mencionados panfletos-, la sociedad igualitaria sin clases, sin poderes absolutos y sin dinero que promovió Winstanley ha sido vista por algunos historiadores como “la primera formulación de un sistema comunista”.

Cita completa del artículo: Eliseo Serrano Martín, “Winstanley: historia, política y cine”, en Doris Moreno y Manuel Peña (coords.), Diálogos con la Historia. Ricardo García Cárcel y el oficio de historiador, Madrid, Cátedra, 2019, pp. 198-212.