Una churrería en las cercanías de un colegio ya no es una tentación irresistible. Los escolares de ahora no están nada interesados en la modesta masa frita de harina, sal y agua. Es un hecho. Los hábitos cambian y el producto parece para nostálgicos. Solo, de vez en cuando, un chaval se acerca acompañado de sus abuelos.

La falta de adeptos ha hecho que las churrerías ambulantes ya no sean parte del paisaje cotidiano de Zaragoza. Solo unas pocas abren en rincones de los barrios, todas ellas impasibles en solares por construir, sin que esté muy clara la competencia municipal a las que tienen que atenerse. O servicios públicos o urbanismo, pero qué mas dará. Una churrería es una evocación de los días de fiesta. Por algo la mayor concentración anual por metro cuadrado se produce durante las fiestas del Pilar en el recinto ferial de Valdespartera.

Una institución en el barrio del Arrabal es La bola de plata. Los fines de semana las ventas son razonables, pero el resto de los días la caravana no provoca especial emoción entre los paseantes. Excepto entre los habituales, los que llegan saludando a Juan Cruz, el churrero, y se saludan como viejos amigos. «Cuando pasamos por delante no nos podemos resistir», explica Javier. El paseo diario con su madre, en silla de ruedas, tiene esa parada obligatoria.

La bola de plata comenzó su andadura en 1920. Fueron los padres de Mari Carmen Martínez los que se lanzaron a las calles de Zaragoza en 1925. Una foto en la caravana actual recuerda aquel momento y los actuales dueños la muestran orgullosos. La churrería era de madera y en la imagen se aprecia un buen número de clientes a su alrededor, la mayoría niños. Eran otros tiempos.

Cruz sabe que la vida ambulante es complicada, por eso optaron hace seis años por acomodarse en una ubicación fija en la calle Sobrarbe. El descampado detrás de la caravana está cerrado con chapas y vallas. «Tenemos una relación muy cercana con la gente del barrio», afirma. Aprendió el oficio tras conocer a su mujer. Ensayo y error, dice. Como ya antes tuvo que hacer con la caseta de tiro que arrastró pueblo tras pueblo o un carrusel infantil. «Los feriantes sabemos adaptarnos a todas las situaciones», explica mientras crea una espiral de masa en el aceite hirviendo. En pocos segundos saca con dos varillas las crujientes porras listas para espolvorear con azúcar.

La carta de una churrería ambulante se mantiene fija a lo tradicional. Churros, porras y buñuelos. Como mucho bañados en chocolate. La bola de plata no tiene pretensiones de food truck aunque en frente tenga el local de una cadena de panaderías con un despliegue casi obsceno de bollería en su escaparate.

Con el paso de los años no queda ni el recurso de los hambrientos noctámbulos, pues justo al lado han abierto un kebab. Lo de comprar una docena de churros a la salida de las discotecas también ha pasado de moda. Por suerte, en la misma acera y a muy pocos pasos, un buzón amarillo de los de antes, ofrece su aliento como resistente de otras épocas.

Los churros siempre se han debatido entre su querencia por las señoras bien que acompañan el chocolate con el párroco del barrio y el humilde paquete para la merienda de los estudiantes. «Nadie se pone de acuerdo con el origen de este alimento», reseña Cruz, apasionado de su oficio.

«Aquí están los churros más largos de la ciudad», bromea a sus más de noventa años Bernardo Cajal. El médico y los achaques le impiden comer fritos, pero no pasa un día en el que no se presente ante el mostrador a dar conversación y bromear sobre tiempos pasados. Pero Cruz prefiere centrarse en el presente, pues está convencido de que los churros son más saludables que cualquier otro alimento ultraprocesado. El año pasado con su mujer fueron nombrados rabaleros de honor en las fiestas. Y no hace mucho el actor Álvaro de Luna ocupó la caravana en la película Miau, donde aparece La bola de plata durante unos segundos.

El resto de las churrerías van y vienen. En la plaza San Francisco se instala una ocasionalmente. También es referente en la ciudad Las delicias, justo al lado de la Audiencia Provincial, con su despliegue de espejos y la ventaja de estar abiertas en las madrugadas de los fines de semana.

El relevo generacional no está garantizado. «Tenemos un sentimiento de melancolía, pues vemos que se va a perder una tradición de más de cien años», asume Cruz como portavoz familiar. Mientras tanto, ahí resisten, a pie de calle. Solo los días de mucho cierzo impedirán que sigan friendo churros.