Lo primero es escoger un lugar tranquilo, alejado de los paseos principales y rodeado de vegetación. Así se puede recrear sin problemas desde un jardín inglés a una jungla, si fuera necesario. En esta caso han quedado en el parque Bruil. En la parte más cercana al camino de las Torres. Un murode ladrillo, los plátanos y el viejo Huerva, que lo ha visto casi todo, pueden servir para ambientar una historia que discurre en un ficticio paraje centroeuropeo.

A veces las aficiones extravagantes se ven condenadas a los espacios en penumbra por eso de no llamar la atención. Pero con el auge de las series fantásticas, la sombra solo es adecuada para evitar el calor del parque. Los cuarentones que pasan corriendo por el sendero (el running nunca ha necesitado de coartadas para exhibirse públicamente) se quedan mirando con cara de extrañeza. Qué hará ese grupo con cámaras de fotos y disfraces coloridos en poses rebuscadas.

El colectivo cosplay -de disfraz e interpretar, puntualiza rápidamente Auri (aunque su nombre real es Lucía)- en Zaragoza es minoritario, pero activo. Serán medio centenar de aficionados y bastante dispersos. Los foros en los que se citan son más virtuales que físicos, y en ocasiones tienen que acudir a convenciones en otras ciudades para mostrar sus creaciones. Afortunadamente una vez al año llevan cabo su fin de semana grande en el Auditorio de Zaragoza, durante el salón del Cómic. Ahí es donde se forjan amistades, relaciones y proyectos.

Isilme y Auri se han currado con esmero sus vestimentas de Sophie y Howl. Ellos son los protagonistas de El castillo ambulante, una de esas cintas de Hayao Miyazaki que dejan con la boca abierta. Cuenta la historia de una joven que visita a un extraño ser para liberarse de un hechizo que la había convertido en anciana. En la caracterización no faltan detalles, ni la brasa que será fundamental en la narración. «No todo el mundo comprende lo que hacemos, algunos nos miran raro, pero en otras partes del mundo hay verdadero frenesí por el cosplay», afirman. Esto les permite incluso poner a la venta los disfraces a través de las redes, aumentando la sensación de comunidad.

A la hora de amortizar aún más el trabajo invertido en telas, la labor de los fotógrafos es fundamental. Tanto Ismael Larraz como Gaudi Ramone son aficionados, pero tienen horas y horas de experiencia en la materia. «No somos profesionales, por lo que logramos generar un clima de confianza», aseguran. Durante la sesión, semioculta entre los árboles, se preocupan de que los trajes luzcan lo más posible. «Es una lástima que todo el trabajo acabe en un armario», dice Gaudi. Con sus lentillas negras, Isilme podría pasar por una criatura fantástica.