Todo lo que termina termina mal, escupe la garganta rota y perdedora de Andrés Calamaro en su canción Crímenes perfectos. Sabíamos que nada es eterno, pero la condición del ser humano procura negar o retrasar la evidencia para seguir avanzando en uno u otro sentido hacia el inevitable ocaso. El adiós prematuro de España al Mundial, anunciado y amenazado por Holanda, confirma que el fútbol más bello jamás visto y saboreado no es una excepción a los ciclos de la vida. En Maracaná, donde Brasil protagonizó una tragedia épica al perder la final de 1950 con el gol de Ghiggia, la selección de Vicente del Bosque lloró amargamente y sin apenas lágrimas el fin de sus días de gloria. Fue seca la última palada sobre su ataúd, como si en lugar de asistir a la ceremonia funeraria de una eminencia, su entierro se oficiara en una fosa común. No opuso resistencia en ninguno de los dos partidos, dejándose arrastrar por el cauce de una naturaleza muerta para jugar, siquiera para competir a un nivel respetable.

¿Por qué? Maldita la pregunta que se hace el superviviente y sus allegados. Hay tantos porqués como se quieran sumar al velatorio. Y todos encajarían a la perfección en el traje de luto. Hay una razón que se superpone: la Roja se ha marchitado físicamente, seguramente erosionada por los sobreesfuerzos durante la temporada doméstica de futbolistas capitales, también porque otros, caso de Xavi, Xabi Alonso o Casillas, dieron lo mejor de sí mucho antes de llegar a esta cita. Ni uno solo supo al menos echarle coraje, aunque es muy complicado pedirle al orgullo que sustituya a las piernas como motor principal. Chile, más veloz, agresiva y con el espíritu tribal y guerrero que requería la ocasión, agitó el trono y España vio caer el prestigio de su triple corona rodando con languidez.

Una generación despiéndose

Errores monumentales y largos e interminables periodos sin balón. Fantasmas en procesión con los brazos y el alma caídos. Del Bosque desencajado. Sí, era sin serlo ese equipo sin igual, una generación espléndida despiéndose sin honores de sí misma. Hay motivos para sentirse traicionado, pero sería injusto hacerlo pese a que apetezca la lapidación pública. Aunque el presente exija señalar a los culpables y zarandearlos, la memoria y el agradecimiento deberían vencer en este pulso contradictorio del tiempo.

No ha habido una selección que haya logrado semejante hermosura colectiva, aliñada con tres grandes trofeos consecutivos, dos Eurocopas y un Mundial. Cómo pedir explicaciones ahora a esa constelación de estrellas que alumbraron de ilusión y alegrías a una afición derrotista y cuartofinalista. Muchas se han apagado y no pocas no han alcanzado ni la media luz en Brasil, donde aún se confiaba en un nuevo fogonazo de Iniesta. Sería como pedir a la vida que justificara su alianza con la muerte. Todo lo que termina termina mal, y la España que tuvimos la gran fortuna de conocer se fue para siempre Río de Janeiro abajo en una balsa sin flores. Con la eternidad bien ganada.