Los espectadores congregados en el Waldstadion de Fráncfort el 22 de junio de 1974 no pueden dar crédito a lo que ven. Tras unos segundos de estupefacto silencio, empiezan las carcajadas. Una risa incontenible que se extiende por las gradas y deriva en aplausos y cánticos de chirigota. Los comentaristas televisivos se suman a la chanza y explotan los más perversos prejuicios raciales: los jugadores de Zaire, la primera selección del África subsahariana que disputa una fase final de la Copa del Mundo, desconocen las más elementales reglas del fútbol, eso dicen. El defensa congoleño Mwepu Ilunga queda señalado como el hazmerreír de la competición, el payaso oficial del Mundial de Alemania.

Pero la realidad es bien distinta: Mwepu Ilunga es un hombre desesperado, atenazado por el miedo. Y ha sido el terror, no la ignorancia, lo que le ha empujado a saltar de la barrera formada en el borde del área y despejar bien lejos el balón justo cuando el brasileño Rivelino se disponía a lanzar una falta ante Zaire.

Dirigida por el macedonio Blagoje Vidinic, la selección de Zaire (actual República Democrática del Congo) llegó a Alemania después de obtener una sorprendente clasificación. El dictador cleptómano que gobernaba el país, Mobutu Sese Seko (nombre completo, Mobutu Sese Seko Kuku Ngbendu Wa Za Banga; no hay consenso sobre la forma más apropiada de traducirlo, pero aquí nos decantamos por El gallo que monta a todas las gallinas), vio en el torneo una oportunidad de oro para limpiar la imagen de su tiránico régimen, marcado por la violencia y el latrocinio, así que prometió a los futbolistas convocados todo tipo de recompensas si hacían un buen papel.

El primer partido se saldó con una más que digna derrota frente a Escocia por 2 a 0. Pero Mobutu, que no se había hecho una idea muy cabal del verdadero potencial de su selección, consideró el resultado insuficiente y, con el pretexto de que la federación ya se había gastado mucho dinero en el viaje, dejó sin sueldo al técnico y los jugadores. Estos reaccionaron llevando a cabo una huelga encubierta durante el siguiente encuentro, ante Yugoslavia. Cayeron 9-0.

El mensaje que el gallo que monta a todas las gallinas hizo llegar a los miembros de la expedición congoleña tras la humillante goleada no pudo ser más claro: si en el tercer y último partido perdían por cuatro o más goles no volverían a su país. Ese tercer y último partido era contra Brasil, la campeona del mundo, que necesitaba un 3-0 para asegurarse la clasificación. Y 3-0 era lo que indicaba el marcador cuando, en el minuto 78, el árbitro rumano Nicolae Rainea pitó un peligroso libre directo frente al área de Zaire. El especialista Rivelino se disponía a chutar la pelota cuando, presa del pánico, Mwepu Ilunga protagonizó la increíble jugada por la que hoy es recordado. «Quería llamar la atención, forzar la expulsión, marcharme del partido», explicó años después. Rainea solo le enseñó la amarilla. Al final, Rivelino no marcó, el partido acabó 3-0 y Mwepu Ilunga pudo regresar a casa. Sin gloria ni recompensa, pero vivo.