Alejandro, que no levantaba un palmo de sí mismo, corrió por todo el pueblo anunciando a gritos que la tumba del señor Marcelino estaba vacía. Nadie le dio mayor importancia. Eran las ocho de la mañana y las mujeres lavaban la ropa blanca en pilón. Los hombres hacía más de una hora que habían partido hacia el campo y en la plaza un perro flaco apuraba la sombra del único árbol. El alguacil cogió al niño de una oreja y se lo llevó al banco de piedra que estaba frente al ayuntamiento para explicarle con absoluta normalidad que, cada cuatro años, Marcelino regresaba al mundo de los vivos. Alejandro visitaba el camposanto muy temprano, antes de ir a la escuela, para atrapar lagartijas. Dejaba los libros cerca del ángel exterminador de la familia Rodríguez, la de los ricos, y comenzaba su ritual de paciente cazador entre suspiros de difuntos y corrientes de aire . Aquella mañana pesada de junio, una le retó por todas las esquinas del cementerio hasta frenarse en seco junto a la tierra removida y el ataúd sin su inquilino. Antes de emprender la huida le dio tiempo a leer en la lápida el nombre del muerto y la inscripción del mármol. "Larga vida a Cardeñosa".

El 7 de junio de 1978, hace 40 años, Marcelino estaba sentado en la barra de la taberna frente a un televisor a todo color, el único que había llegado a un pueblo aún en blanco y negro en un país plagado de grises y cantos de libertad. España jugaba contra Brasil en el Campeonato del Mundo de Fútbol que organizaba la Argentina de Videla, una dictadura implacable. La selección de Ladislao Kubala, después de perder con el cañón austriaco de Hans Krankl, tenía que imponerse a la siempre temible canarinha para pasar de la primera ronda. Con el 0-0 en el marcador, un balón voló en Mar de Plata hacia la cabeza de Santillana, un delantero del Madrid que retaba a la gravedad para suspenderse en el aire y rematar con más fuerza con la frente que con el empeine. En ese brinco ganó a Leao y dejó la pelota a los pies de un centrocampista del Betis de apariencia malnutrida y una zurda de seda. Avanzó a portería vacía el flaco, con Amaral intentando tapar algún hueco del Averno. España en todo su esplendor geográfico se puso en pie para cantar el gol, pero Cardeñosa disparó con timidez donde estaba el lateral, casi amarrado al poste para no desmayarse ante tamaña responsabilidad. Tenía que apostar toda su fortuna a impares en una ruleta sin números pares y le salió el 10. Aquel error se recuerda aún hoy en no pocas tertulias y por lo general acaba con alguien en el servicio de Urgencias de Psiquiatría del hospital.

Marcelino cayó fulminado sobre el serrín. Durante esos segundos que Brasil estuvo vencida, cambio de tono de piel al menos en tres ocasiones hasta empalidecer y desplomarse con el vaso en la mano. Su voz se había elevado a los altares y se apagó como una vela. Los primeros auxilios consistían por entonces en avisar al cura. Para cuando llegó, era ya un fiambre en toda regla. No existía el VAR funébre ni falta que hubiera hecho. Con los ojos abiertos, hubo quien juró que en sus pupilas se veía marcar a Cardeñosa. En cualquier caso, el funeral fue conjunto porque el samaritano futbolista pasó a mejor vida deportiva lapidado por las dudas que entumecieron sus piernas de alambre en un momento histórico.

Cada Mundial, Marcelino aparta la cortina de canelones de la puerta del bar, entra de traje y corbata, como le dieron sepultura, saluda con educación y pide un chato de vino. Juega España y no pronuncia palabra. De repente grita "¡Gol de Cardeñosa!" y la gente empieza a abrazarse enloquecida para no estropearle el momento. Se va por donde ha venido, camino de la avenida de los cipreses. Hasta dentro de cuatro años. El alcalde ha propuesto que su resurrección se incluya en el cartel de las fiestas del pueblo.