Por encima de la evidente decadencia de los sindicatos y de la imposición de nuevos paradigmas sociales y económicos (o precisamente por ello) el 1 de mayo sigue siendo un importante jalón reivindicativo. La forma en que la crisis del 2008 ha dado paso a una supuesta recuperación, que en ningún caso nos devuelve al punto de partida sino que desarrolla una nueva situación, ha determinado ya una respuesta que se ha visto reflejada en la impresionante movilización por la igualdad del 8-M y las sucesivas manifestaciones de los jubilados, que han obligado al Gobierno a replantear sus posiciones respecto al sistema público de pensiones.

España, lo reflejan todos los indicadores, camina por la senda de un crecimiento económico que permite a las empresas superar las tasas de beneficio de antes del desplome financiero e inmobiliario de hace 10 años, pero que no se ha visto reflejado en la calidad del empleo que se está creando. Los contratos de carácter eventual (en realidad todos, incluso los que vienen etiquetados como fijos) y los bajos salarios imponen ya unos terribles límites a la independencia de los jóvenes, al desarrollo y el bienestar de las familias, y a la capacidad de los diversos asalariados para planificar algún tipo de futuro. Así son las cosas, se dice desde el poder. Pero si las cosas han de ser así, no hay porvenir posible. Por eso el Primero de Mayo sigue teniendo sentido.