El primer aniversario del referéndum del 1-O coincide con fuertes convulsiones en la política española que se traducen en una inédita polarización de posiciones, un manifiesto disenso de la oposición con los gestos gubernamentales hacia Cataluña, para unos de «desinflamación» y para otros de «apaciguamiento», y con un repunte en el barómetro del CIS de septiembre de la preocupación de los ciudadanos por la independencia catalana (del 6% en agosto a más del 13% ahora). El Gobierno, apoyado por los independentistas, a los que advierte de que sin su apoyo la legislatura acabará de inmediato, atraviesa, además, por un turbión de dificultades.

En este contexto toca volver sobre los hechos gravísimos de hace un año en Cataluña. El referéndum secesionista del 1-O que el Gobierno de Mariano Rajoy aseguró que impediría por todos los medios acabó celebrándose. Fue una consulta en absoluto homologable, fuera de toda pauta legal o convencional, sin garantías, pero lo cierto es que se celebró con consecuencias diferentes para el independentismo y para el Estado. Los dirigentes secesionistas celebrarán la efeméride en los registros épicos y victimizados habituales, aunque sean conscientes de que aquella aciaga jornada acabó con el fiasco de los días 27 a 30 de octubre en los que se constató que se condujo a las bases del independentismo a la frustración. Pero el Estado -Madrid, como referencia del poder central- debería realizar sin falta una introspección analítica sobre el manejo de la crisis de aquella jornada.

Es inevitable constatar que el Gobierno y otras instancias estatales incurrieron el 1-O del 2017 en tres graves fracasos: el político, el operativo y el estratégico. Listarlos de este modo es una manera de sistematizar los fallos que el Estado perpetró a lo largo del proceso soberanista, sin perjuicio de que las más serias y definitivas responsabilidades hayan sido las de los que promovieron esta iniciativa unilateral, rupturista y, al final, naufragada.

El mayor fracaso político del Estado consistió en no aplicar a tiempo el artículo 155 de la Constitución. La activación de la cláusula de coerción constitucional debió producirse tras las sesiones parlamentarias del 6 y 7 de septiembre cuando se consumó la mayor agresión a los intereses de España con las leyes de desconexión. La intervención de la autonomía catalana en ese momento hubiese evitado la judicialización penal del proceso. Con la aplicación en su momento del 155, el Ejecutivo de Carles Puigdemont habría quedado desapoderado y los hechos que hoy configuran indiciariamente los delitos de sedición y rebelión no se habrían producido. No estarían en la cárcel los políticos que siguen en ella preventivamente después de un año y a la espera de juicio. El Gobierno prefirió incomprensiblemente dejar que el proceso fuese cumpliendo su calendario en vez de abortar el itinerario que conducía a sus impulsores a incurrir en ilícitos penales. Con el 155 no se habrían producido los hechos tumultuarios del 20-S ni celebrado el referéndum del 1-O.

El segundo fracaso del Estado fue el operativo. Los efectivos policiales enviados a Cataluña, además de escasos para la dimensión del desafío, carecieron de la dirección adecuada, no estaban preparados para actuar con acierto en un episodio como el que se estaba preparando, y fueron acomodados de manera indigna, entre otras muchas circunstancias que provocaron tensiones extraordinarias entre distintos ministerios del Gobierno. Al fracaso del operativo policial se añadió el fiasco de los servicios de inteligencia (CNI) reconocido por su actual director el pasado jueves. La ingenuidad con la que los responsables de Interior interactuaron con los Mossos, renuentes a cualquier tipo de colaboración efectiva, situó al Estado en una posición casi patética. Cuando las urnas aparecieron en colegios abiertos, la sociedad española experimentó una aguda sensación de ridículo.

Y el tercer fracaso fue el estratégico. Cuando el Gobierno, prácticamente al alba del 1-O, pudo comprobar que el referéndum, sin sindicatura electoral y con un censo universal, se iba a celebrar, debió lanzar una declaración institucional que invalidase a todos los efectos los eventuales resultados de la consulta.

En vez de jugar esa baza estratégica ordenó la intervención policial que derivó en una represión violenta que sirvió como efecto llamada para una mayor participación. La acción policial propició unas imágenes que erosionaron internacionalmente la reputación del Estado y consolidó en amplios sectores de Cataluña la idea del Estado español como aparato represor.

Fueron estos tres fracasos del Estado -consecuencia de una «operación diálogo» que ensayó con escaso acierto el Gobierno de Rajoy, que no contó con la colaboración del independentismo- los que garantizan que en el futuro inmediato las maneras de conducirse ante el separatismo catalán serán distintas a las que fueron. Es muy importante para todos que el independentismo sea consciente de que el Estado ha aprendido de sus errores y que su monitorización ahora nada tiene que ver con la que le aplicó en el periodo que fue entre el 9-N del 2014 y el 1-O del 2017.

Ante estos fracasos del Estado del 1-O, quizá se entiendan mejor dos episodios posteriores: el discurso rescatador del Rey el 3 de octubre y el cambio de sede de las grandes empresas catalanas. Pareció aquel domingo que Cataluña se le escapaba de las manos al Estado e iniciaba una aventura inquietantemente improbable que Netflix (Dos Cataluñas) disecciona para una audiencia millonaria.