El confinamiento nos va a salvar la vida, pero a quienes lo vivimos en una casa sin balcón, en un hogar que da a un frío patio interior, resulta inevitable que de vez en cuando nos habite el alma atormentada y hasta vengativa de Edmundo Dantés antes de dar con el Abate Faria. Serían las once de la mañana, aunque el reloj hace tiempo que desertó de su fiel puntualidad en esta tan hermética como necesaria mazmorra sanitaria, y el día comenzaba a ocupar y desocupar la mente. Habrá, sin duda, personas capaces de establecer un hoja de ruta de actividades para hacer más llevadera la espera. Desayuno microbiótico; ejercicios de yoga; verdura verde y pescado azul; un rato con Jean-Paul Sartre; tarde de juegos de mesa; aplausos y feria virtual en honor a los indiscutibles héroes de la pandemia; película de Jennifer Anniston para acabar la jornada... Uno, sin embargo, salta de Netflix al fuet sin mediar la razón. Te sientas en el sofá, haces una serie (muy corta) de flexiones, miras por la ventana, visitas la nevera como si fuera El Prado y viajas por internet en busca de todo tipo de consuelos, entre ellos un vuelco compulsivo de lo más íntimo en las redes sociales. Fotografías de lo feliz que eras de joven y de que todo lo pasado fue mejor; desnudez de ideología política con enfrentamientos a bayoneta; mensajes de fe, esperanza y caridad y de que un mundo mejor nos espera. En los grupos de whatsapp, circulan la comedia y las fake news a una velocidad vertiginosa. También el miedo y la incertidumbre.

Ya digo que serían más o menos las once cuando el silencio, de repente, se vistió de una conversación profesional en el patio, donde hasta ese momento lo único que se escuchaba era el gorjeo latoso de la palomas. Dos operarios de maquinaria de aire acondicionado iban y venían para arreglar el aparato averiado desde que se impuso el estado de alerta. En ese momento, el calendario cobró sentido de nuevo: 13 de abril, día en el que los servicios no esenciales que pararon con el decreto de hibernación podían volver al trabajo. Sustanciales o no, este par de tipos me han alegrado la existencia con una conversación técnica inalcanzable, con ese litúrgico instante en el que el bocadillo toma protagonismo sacrosanto y la conversación se relaja entre trago y trago y confidencias. Me he sentido como el náufrago de largo recorrido que atisba tierra en el horizonte, atrapado entre el deseo y el espejismo. Eufórico con barba de una semana.

Necesitaba inmortalizar el momento, confirmar con la cámara fotográfica que dos seres humanos de los de antes del covid-19 limaban tubos y manejaban herramientas sin soltar el pitillo. Como si nada hubiera ocurrido, ajenos al apocalipsis, a los peligros todavía latentes, a la reconstrucción moral y económica de un país, de un planeta mutilado. Y he capturado la normalidad, lo excepcional por sencillo, sin duda la imagen de este siglo, la puerta, quizás, de la esperanza. Sigo navegando en las aguas de la reclusión hacia la Isla de Montecristo con la compañía de un fuet y un poema de Poe, consciente de que el tesoro que todos anhelamos queda aún a miles de leguas y que no sobran brazos para remar. Mañana volveré a asomarme a la misma hora por la ventana. Si regresan ese par de gaviotas, será señal de que estamos un poco más cerca del paraíso que perdimos por desafiar sus reglas.

Foto: Alfonso Hernández