Vale, sí... Cataluña. Ya se pusieron de acuerdo los secesionistas para poner de president a un nacionalreaccionario como la copa de un pino. Y ahora vuelve la pesadilla, o no, o no se sabe. La extrema derecha españolista pide sangre, justo cuando el mundo conservador hispánico se debate, dividido, en una batalla interna como no la hubo en 80 años. Asomado al balcón de Génova, Mariano Rajoy ve pesar los acontecimientos, las encuestas y el barullo, espantado al ver que la suerte se le acaba y la realidad se le echa encima. Pobre.

Lo de Cataluña tiene una explicación muy simple: hay dos millones de votantes independentistas, muy movilizados y motivados, que siempre conseguirán para sus representantes la mayoría absoluta del Parlament. Esto ocurrió incluso el 21-D, cuando el frente soberanista estaba en su peor momento y el electorado unionista movilizado al máximo (como quizás no volverá a estarlo). Por eso aquellas elecciones del 155 las ganó Puigdemont en el exilio, y no Arrimadas. Por eso los independentistas siempre tendrán la opción, en cualquier momento, de llamar de nuevo a las urnas... y ganar. Este es el quid de la cuestión.

Entonces, la derecha más dura ha propuesto una ofensiva total: desmontar el tinglado institucional catalán, intervenir TV3, disolver a los mossos, imponer el 155 de manera indefinida, ilegalizar a los separatistas... bombardear Barcelona. Cs, en pleno subidón a costa del PP, está comprando buena parte de este argumentario. Que no lleva a ninguna parte ni encaja en un contexto democrático (tampoco la declaración unilateral de los otros, claro), pero permite ganar terreno electoral generando eso que el ansioso Rajoy llama ahora «la ansiedad».

El bueno de Mariano, en la Moncloa, va entendiendo poco a poco que su jugada maestra (la que le llevó a ponerse duro en Cataluña para ganar en el resto de España) ha sido un fracaso absoluto. Todos sus supuestos se han volatilizado y ahora el socialista Sánchez es casi un amigo y el ciudadano Rivera un peligroso adversario. Cuánto infortunio.