Ya son 40 años desde que un hombre con tricornio disparando al techo del Congreso con gritos desaforados ensombreciera el futuro de un país que gateaba en democracia. Hay imágenes icónicas de un recuerdo cada vez más lejano como aciago. La involución armada de un Ejército que se consideró impune durante siglos en España creyó que esta vez también podría tener mando en plaza. Ni Corona ni Parlamento se interpondrían en su camino.

Pero sí que lo hicieron. Con un inequívoco compromiso se impuso en esa noche del 23 de febrero de 1981 la razón de la democracia fraguada entre distintos en la todavía naciente democracia. El papel del rey Juan Carlos I, los medios de comunicación al unísono y la firmeza del Parlamento pese al secuestro detuvieron el golpe de Estado.

Fue en la noche del 23-F cuando se legitimó la democracia que conocemos ahora. Un hecho que nos reconcilia con la voluntad de una mayoría que consolidó aún más la conciencia colectiva de que la Transición fue un hito. Que ya sólo queríamos vivir en una sociedad estable. Sin altibajos en cuestión de derechos ni libertades.

De ahí que el discurso de la presidenta del Congreso, Merixell Batet, sonara atronador durante la conmemoración del 23F por su precisa definición de la España que vivimos sin olvidar la sombra del pasado. «La deslegitimación y la instrumentalización de las propias instituciones democráticas para desnaturalizarlas» fue un compromiso de los golpistas el 23-F y de los que pretenden crear un proceso destituyente en el país. O incluso disolvente.

Los viejos golpistas de entonces no distan de los nacionalistas con fachada de progresistas de ahora. Ni de los populistas de izquierda a derecha. El confeso afán de ruptura que pretenden es la mayor amenaza de la democracia.

Quizá la diferencia entre los nacionalistas y extremistas de 1981 respecto a los de ahora no sean tanto el fondo de las ideas sino las formas democráticas