El 40º aniversario del intento de golpe del 23-F se conmemoró este martes en el Congreso en un acto breve, con la asistencia de representantes de todos los poderes del Estado pero con solo dos discursos. El gran ausente fue el mayor protagonista del 23-F, el rey Juan Carlos, que abandonó España hace siete meses para instalarse en Abu Dhabi. En su discurso, el rey Felipe VI recordó el papel desempeñado hace 40 años por su padre, de quien dijo que «asumió como jefe del Estado su responsabilidad y su compromiso con la Constitución» y que «su firmeza y autoridad fueron determinantes para el triunfo de la democracia». Felipe VI aprovechó para señalar que su compromiso con la Constitución es «más firme y fuerte que nunca» y para reafirmar a la Corona como una institución «que integre y cohesione».

La actuación del rey emérito fue, en efecto, determinante para parar el golpe de Estado y esto es indudable pese a las múltiples especulaciones -desde valoraciones críticas de su papel durante la crisis del Gobierno de Suárez hasta insidias sobre sus relaciones con los líderes del golpe- que se han lanzado durante estas cuatro décadas.

El papel de Juan Carlos en la consolidación de la democracia y en una noche crítica en la que se jugaba su futuro es digno de elogio y de recuerdo, y debe separarse absolutamente de las actividades posteriores que han salido recientemente a la luz -presunto cobro de comisiones, cuentas en paraísos fiscales, defraudación a Hacienda- y por las que ha tenido que dejar España y está aún pendiente de investigaciones judiciales. Ni sus actuaciones presuntamente delictivas deben oscurecer su protagonismo en la restauración de la democracia ni este papel decisivo puede servir para ocultar o absolver sus irregularidades.

En las dudas que se han expandido sobre la implicación de Juan Carlos en el 23-F coinciden, curiosamente, los golpistas, que fueron quienes primero difundieron esa teoría para intentar exculparse, y los grupos políticos -nacionalistas, independentistas e izquierdistas- que impugnan ahora la democracia que se fortaleció con el fracaso del golpe. Seis partidos -ERC, Junts, PDECat, CUP, EH Bildu y BNG- boicotearon el acto institucional y calificaron el 23-F de «operación de Estado que permitiese salvar el régimen del 78», una frívola forma de reescribir la historia y de blanquear a la extrema derecha y a los militares golpistas.

El PNV no firmó el documento, pero tampoco asistió al acto. Unidas Podemos estuvo presente, aunque seguramente solo por su presencia en el Gobierno. Pablo Iglesias lo justificó por ser «enormemente institucionales», pero ni él ni sus compañeros aplaudieron el discurso del Rey. El vicepresidente segundo volvió a mencionar el «horizonte republicano» que se abre en España y dudó de que la Monarquía sea una condición para la democracia. Su asistencia al acto estuvo, pues, llena de reticencias.

La democracia española, sin embargo, goza de una razonable buena salud, pese a todas sus imperfecciones. Ahora bien, nuevos peligros acechan a las democracias, distintos de los de hace 40 años. A ellos se refirió la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, citando la «desnaturalización y la instrumentalización de las propias instituciones democráticas»; «la creciente polarización política» o el populismo. Una advertencia de gran actualidad en el aniversario del mayor peligro que ha amenazado a la democracia española.