Todos tenemos alguna cicatriz. La mía, de 33 puntos, tiene su historia. A mis tiernos cuatro años, empujé la puerta de cristal del portal de mi casa por el centro, en vez de girar el pomo como una persona con sentido común, y me la llevé por delante, rompiéndola. Al sacar el brazo de golpe, sin talento, los cristales me rajaron la muñeca por varias partes. De hecho, me cortaron la arteria radial y de la muñeca me empezó a brotar un chorro de sangre monumental. Parecía una fuente sanguinolenta. «Vaya bronca me va a caer» recuerdo que pensé. Me acerqué a mi madre, que estaba en la calle de espaldas a mí, y le dije como si nada: «Mamá, mira». Mi madre se volvió y, al observar la parábola de sangre que salía de mi muñeca, chilló aterrada. En ese momento, al ver su cara de horror, me eché a llorar comprendiendo que lo mío era algo gordo.

Mis padres pararon un taxi al momento y marchamos a toda prisa hacia el hospital. (Pese a que me cubrieron el brazo como buenamente pudieron, el salpicadero del pobre taxista quedó perdido de sangre.) Los médicos les dijeron a mis padres que me tenían que operar de inmediato y que la cosa no pintaba nada bien. O perdía la mano o me quedaría la mano inútil, les dijeron todo optimistas. Afortunadamente, la operación salió de maravilla y sigo con mi mano derecha, y con una preciosa cicatriz de 33 puntos; una cicatriz muy sexy (para aquellos que ven atractivas las cicatrices, claro). Estando en el hospital, me regalaron unas figuritas de indios y vaqueros (cómo me gustaban). Y ahora, viendo en el cine Toy Story 4 con mis hijos, he recordado nítidamente cuando tenía cuatro años y jugaba con indios y vaqueros. Ay, cómo pasa el tiempo. Sigamos jugando.

*Escritor y cuentacuentos