Este último miércoles 3 de abril se celebró el cuarenta aniversario de las primeras elecciones municipales tras la guerra (in) civil española. La izquierda española, con el pacto PSOE-PCE, según el cual el partido menos votado de los dos apoyaba al otro para lograr la alcaldía, tomó el poder en la mayoría de los ayuntamientos españoles. Fue un mandato lleno de ilusión y con un cambio de rumbo radical respecto a los ayuntamientos franquistas. Hubo alcaldes importantes que se constituyeron en símbolos de la nueva época: Tierno Galván en Madrid, Maragall (tras un breve período de Serra) en Barcelona, Sainz de Varanda en Zaragoza, Vázquez en Coruña, Anguita en Córdoba… Y otros muchos, más desconocidos, pero portadores de la nueva democracia.

Cuando llegan las elecciones de 1979, los españoles, en su aparente pasividad, se rebelan contra cuarenta años de silencio y humillación. Lo hacen en silencio, como se ejecutan las grandes decisiones, con toda su rabia contenida y contra la historia, contra su triste historia. Votan masivamente. Aunque ya había rey en España, la cultura republicana estaba presente en gestos, palabras y lágrimas. Muchas personas, ya mayores, confesaron que había merecido la pena vivir hasta entonces. El 3-A-79 fue un clamor en España. Los sectores progresistas tomaron democráticamente el poder local y ante nosotros se abría un futuro espléndido. Las expectativas populares eran muchas y profundas. El primer mandato municipal fueron cuatro años maravillosos en los que lo emotivo, lo simbólico y lo eficaz se interrelacionaron armónicamente.

Lo más hermoso y rupturista fue ver las caras nuevas en los sitiales representativos. La gente anónima sentía que había entrado en su ayuntamiento, tras muchos años de expulsión ilegítima e inmoral. Personas hasta entonces perseguidas o, como mínimo, mal vistas, rojos se decía entonces, fueron puestas por los españoles para gestionar la cosa pública en su localidad. Palabras como ciudadano, solidaridad, democracia, constitucional, memoria histórica… eran nuevas en las conversaciones. Las primeras fiestas que se celebraron en 1979 en todas las ciudades y pueblos de España fueron fiestas fundamentalmente de exaltación democrática. La calle era el escenario recobrado por el pueblo. En esos momentos se comprende la humildad y la grandeza de un voto. Se entiende la transformación colectiva de los esfuerzos individuales, por insignificantes que parezcan. Y, sobre todo, se entiende la grandeza de la democracia, donde todos los votos son iguales, como traducción fiel de la igualdad universal.

Con la llegada de los primeros ayuntamientos democráticos se produce el final efectivo del franquismo y se da el cambio real en la vida de las ciudades, un cambio que incide muy positivamente en la vida cotidiana de sus habitantes. Este cambio fue percibido tan nítidamente por los ciudadanos que la victoria socialista de Felipe González en 1982 no se entiende políticamente sin la relación causa-efecto que tuvo la revolución municipal de 1979. Curioso paralelismo con las elecciones municipales de abril de 1931, que trajeron la II República.

Es evidente que, tras muchos años de democracia y progreso, la sociedad española se ha complejizado mucho. Ha desaparecido el esplendor de la hierba y la atmósfera se ha vuelto más gris. No obstante, prosigue impertérrita la figura del alcalde como símbolo de la decisión de una ciudad-pueblo sobre cómo llevar las riendas de una comunidad. La cercanía del alcalde y la corporación con los ciudadanos sigue siendo lo más cálido de la acción política. Para bien y para mal la primera interpelación del ciudadano es con su alcalde. El proyecto de felicidad al que todos aspiramos tiene más conexión perceptiva con el ayuntamiento que con la autonomía o con el Estado. La democracia municipal es la principal escuela de ciudadanos, donde el ciudadano es el sujeto político básico y, como tal, acepta los valores democráticos y participa de la vida política y social.

Pero no solo hay poesía municipal. Un ayuntamiento también debe ser competente y de calidad. Existe un principio constitucional de autonomía local y un mandato de la Carta Europea de Autonomía Local que exige que una parte sustancial de los asuntos públicos sean gestionados por el gobierno local bajo la propia responsabilidad y en beneficio de sus habitantes. Todo ello exige una gran fortaleza del gobierno municipal en todo lo relativo a políticas de proximidad. Por lo tanto, si queremos que los ayuntamientos actuales prosigan con su historia de éxitos, que en mi opinión y generalizando así ha sido, necesitan de la autonomía local y la suficiencia financiera. La racionalización y la optimización de los recursos son intangibles en que los ayuntamientos son auténticos expertos.

*Profesor de filosofía