Ya tenemos aquí la tan temida crisis, largamente demorada, pero tangible al fin.

El dramático anuncio de los popes de General Motors, cifrando en seiscientos el número de despidos de la planta de Figueruelas, ha hecho tambalear los cimientos de nuestra industria de la automoción. 600 parados. 600 familias afectadas. 600 golpes.

La Diputación General de Aragón se ha apresurado a quitar hierro al asunto, a edulcorar la catástrofe, a poner la venda antes de que la herida comience a manar el sonido y la furia de quienes recibirán la papela, pero el horizonte que tan drástica decisión dibuja a corto plazo no puede ser más inquietante. La paz laboral corre serio peligro. Los fantasmas de la huelga empiezan a asomar a pie de cadena, a través de las primeras declaraciones de los líderes sindicales, que han puesto ya el grito en el cielo.

Pérez Bayona, presidente de GM España, advertía hace escasas jornadas, en estas mismas páginas, sobre los vaivenes del mercado y los riesgos derivados de la acumulación de pérdidas. Prudentemente, el máximo ejecutivo español de la multinacional no se refería aún a los despidos, pero de sus palabras rezumaba una cierta inquietud, como si los intangibles de la oferta y la demanda que rigen las leyes económicas se hubieran desencontrado en el fondo de sus dubitantes análisis. Ese desequilibrio entre los planes de producción y sus posteriores ventas, entre los costes y beneficios no auguraba, como así se ha revelado, nada bueno.

La magnitud del recorte laboral, que afectará a un 7,5% de los trabajadores de la planta, contradice y hace zozobrar la teoría de Marcelino Iglesias de ese Aragón pujante, rico, pletórico, a salvo del paro, el conflicto económico, la deslocalización. Ha bastado una reunión en el corazón de Europa, a miles de kilómetros de Figueruelas, para que el sueño del pleno empleo se interrumpa de golpe y porrazo. Ha bastado un estornudo del gigante para contagiarnos una gripe de la que nos creíamos vacunados y a salvo. Y bastará una firma de mister Henderson, el capitoste del motor, para que seiscientos trabajadores aragoneses se vean en el tris de buscarse la vida.

Y todavía habrá que ver si esta sangría laboral se detiene aquí, o es simplemente un primer paso hacia futuras mutilaciones. Pérez Bayona se comprometió a garantizar el futuro de la planta en los próximos años, pero nadie parece en disposición de apuntar que la plantilla podría volver a recuperarse, o, en el peor de los casos, que no se prescindirá de nuevos operarios. En esa ignorancia, bajo esos niveles de tensión, deberá la cadena seguir produciendo a mayor ritmo y menores costes, amén de confiar en que el mercado que todo lo puede absorba sus modelos en número suficiente como para no acumular nuevas y letales pérdidas de capital.

Malos tiempos, en definitiva, para la lírica del carburador. Malos, supongo, también, para las industrias auxiliares, que suman como otra GM, y que forzosamente se verán zarandeadas por una crisis que se anuncia larga y dolorosa, y que a primera vista carece de solución.

*Escritor y periodista