Nadie espera de un general, máxime cuando aspiraba a dirigir el Ejército español, que si es relevado del mando dé un portazo y denuncie maniobras y deslealtades y, en un acto de rabieta, pataleo y manifiesto enfrentamiento con el mando político establecido, se niegue a asistir al acto oficial de su cambio. El general Luis Alejandre, ahora enfrentado con el poder político por no haber ascendido, debió haberse opuesto hace un año a que el Gobierno del PP intentara quitarse de encima a pasos acelerados la patata caliente que era tener 62 militares muertos, por la negligencia de no controlar en qué condiciones eran obligados a viajar, y permitir que fueran repatriados sin su plena identificación. El general Alejandre debió exigir responsabilidades antes, cuando surgieron las primeras dudas. Sus compañeros de armas, muertos cuando regresaban a casa, no merecían el trato recibido y sus familias tampoco. Eso sí fue una desletaltad.