A estas alturas de la película, procede preguntarse por la oportunidad de algunas acciones que increíblemente aún forman parte de las campañas electorales. Por ejemplo, los mítines. En franca decadencia, estos encuentros con la militancia más entregada se parecen a esas reuniones de vecinos, a las que, los pocos que acuden, lo hacen por obligación y no por devoción. La diferencia es que en ellas se toman decisiones importantes y, además, se discrepa. En los mítines, no. Estos últimos solo se entienden como carísimos ejercicios de autoafirmación que, hoy por hoy, no tienen sentido. Entre otras cosas, porque quienes van ya están convencidos. También porque el objetivo principal que se esconde tras estos actos es aparecer en televisión, y que los Cañete, Valenciano y compañía suelten titulares. Y además de que eso ya ocurre de forma machacona durante todo el año, lo cierto es que para ello basta con que, aquí sí, el candidato se parapete tras una pantalla. Al fin y al cabo, en los mítines nadie cuestiona nada. Otra cosa son los necesarios y exigibles debates. Pero no como los que, tras arduas negociaciones, logran celebrarse en España. Si se limitan a ofrecer una sucesión pactada y pautada de intervenciones, son otra cosa, pero no debates. Y, como los mítines, acaban teniendo una utilidad dudosa. ¿Recuerdan aquel anuncio que nos preguntaba a qué huelen las nubes? La respuesta, que iba implícita, es la misma que cuando ahora nos cuestionamos para qué sirven ya algunos ritos electorales. Periodista