Uno de los efectos que tiene la aparición, en la Modernidad, de la idea de progreso es la asimilación de lo nuevo con lo bueno y lo viejo con lo malo. Si algo es nuevo, parece poseer un plus con respecto a otro algo que se ha quedado atrás, que no ha sabido ajustarse a los tiempos. De ahí el empeño de apropiarse del adjetivo nuevo en muy diferentes campos. En la actualidad vemos reproducirse ese debate en el marco de la política, en la que lo nuevo pugna por apartar a lo viejo. Pero a veces lo nuevo es, en realidad, mucho más viejo que aquello a lo que pretende superar.

Desde diferentes movimientos políticos se está intentando articular la intervención desde una nueva topología en la que lo que se enfrentan no son ya la izquierda y la derecha, sino los de arriba y los de abajo. Este discurso se articula de muy diferentes formas, bien sea planteándolo estrictamente así, arriba y abajo, o bien numéricamente, el 99% frente al 1%. Me parece una posición política endeble, por dos cuestiones. La primera es que abajo y arriba son conceptos relativos, es decir, que en ese 99% de los de, presuntamente, abajo, también se reproduce un abajo y un arriba.

Es difícil no conceder que entre los que simpatizamos con este discurso los hay que estamos arriba (trabajadores con contrato fijo y con un horizonte económico en principio despejado) mientras otros están abajo (parados, precarizados, deshauciados). Eso hablando de nuestros países. Si lo trasladamos a ámbito mundial, es evidente que los europeos, en su conjunto, representamos un arriba con respecto al abajo de muchos lugares del mundo, como nos recuerdan la vallas de Ceuta y Melilla.

La segunda es que estar abajo o arriba no es garantía de nada. Quiero decir que alguien de arriba puede hacer suyas posiciones políticas solidarias con los intereses de los de abajo (buena parte de las direcciones de las organizaciones políticas de la izquierda, de las viejas y de las nuevas, proceden de nuestro arriba social) y alguien de abajo puede defender, a ultranza, proyectos políticos reproductores de los intereses de los de arriba. No en vano desde La Boétie hasta Reich, pasando por Spinoza, son muchos los pensadores que se han preguntado por qué los seres humanos luchan por su esclavitud como si lucharan por su libertad.

Añadiré que, frente a lo que se nos argumenta, la contraposición arriba/abajo es muy vieja, aparece al mismo tiempo que la política. Por contra, la división izquierda/derecha aparece con la Revolución Francesa. A mí no me parece relevante, políticamente, que algo sea más o menos nuevo. Lo que sí me parece muy relevante es que la dicotomía izquierda/derecha corresponde a la expresión de un proyecto: es izquierda aquella posición que lucha por abolir el arriba y el abajo, derecha la que se empeña en mantenerlo. No basta, para hacer política en beneficio de la mayoría social, ser de abajo, de lo que se trata es de querer que no haya ni arriba ni abajo. Eso es, precisamente, lo que la izquierda aporta políticamente: el proyecto de una sociedad sin abrumadoras diferencias sociales.

¿Quiere decir esto que para hacer política en la actualidad debamos exigir a la gente que se posicione, que se etiquete, que deje claro si se considera de izquierdas o de derechas? No. Si hay una acción política compartida, expresada en un programa y unos procedimientos, poco me importa la etiqueta que se quiera colocar quien esté a mi lado. Yo sabré dónde está. Si hay gente que se define como apolítica, o incluso de derechas, que apoya un programa de contenido nítidamente social, bienvenida sea.

Está claro que la palabra izquierda está devaluada, precisamente porque ha sido utilizada por quienes no han mantenido ese proyecto solidario de nivelación social y se han puesto al servicio de las grandes empresas. Pero que no nos cuenten milongas de que no hay izquierda y derecha, que no nos digan que lo novísimo es arriba y abajo. Porque es más viejo que la pana.

Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza.