Hay nombres que son como penínsulas de sombras, con colmillos dispuestos y órbitas que destruyen con su visión desorientada y enferma. Hay nombres de hombres y mujeres que preferimos olvidar porque son el reflejo de lo que nunca debió ocurrir y tras su sombra solo han dejado destrucción, muerte, mentiras y un inmenso y vacío solar donde emerge el dolor, el odio y el desprecio.

Hay nombres que son como islas de luz, con arrecifes que asemejan cuerpos hermosos dispuestos al amor. Hay nombres de hombres y mujeres que no querríamos olvidar, porque nos trajeron el aliento cuando apenas podíamos respirar, porque nos llevaron en sus brazos hasta lugares habitables y con sus palabras, escritas o relatadas, nos enseñaron que todo o casi todo podía ser posible.

Hay nombres que no son ni penínsulas de sombras ni tampoco islas de luz, porque simplemente son lo cotidiano y ya sabemos que lo cotidiano no es especial, pero sí necesario para habitarnos en nuestro día a día. Dicen que los nombres de estos hombres y mujeres son los que forman una espiral para que la vida tenga sentido y pueda ser vivida con cierta honestidad, un margen prudente de integridad y una pizca cordial de confianza.

Necesitamos héroes para sentirnos algo más cerca de nuestros dioses, al tiempo que fabricamos tiranos porque nos dejamos engañar con anhelos de supremacías y cantos de sirenas enfermas. Y cuando por fin nos fijamos y nos detenemos en lo cotidiano, en esos hombres y mujeres que constituyen esa espiral que da sentido a nuestras vidas, entonces comprendemos fatalmente que no hay mayor soledad que la de su compañía, ni mayor traición que la de ver cómo sonríen cuando se ríen de nosotros, porque no eran héroes ni tiranos, eran hombres y mujeres que llegaban para hacer de lo cotidiano algo hermoso y confortable. Muchos de ellos no han sabido ni sabrán: quizá fue la codicia, quizá el poder de querer tener todo el poder, quizá el olvido al olvidarse que nosotros estábamos allí esperando su franqueza y su verdad y que seguimos esperando, intentando detenerlos con nuestro grito, con nuestro aullido que precisa de hombres y mujeres sin más apellidos que la ternura y la comprensión, pero doloridos vemos cómo avanzan y se nombran en la lejanía que los habita y en la que nosotros no habitamos. Y así, una vez más, nos quedamos atrás, arrinconados, resignados. Abandonados.