Yo no quería. Pensaba que ya no había que defender lo básico: que el feminismo quiere igualdad de derechos y deberes para hombres y mujeres. Que lo contrario del machismo no es el feminismo. Que hay hombres que matan a mujeres por ser mujeres, nada más y nada menos, y que a eso se le llama violencia de género. Que el porcentaje de denuncias falsas por este tipo de delitos es tan ínfimo que da risa. Da igual. Es impresionante el porcentaje de varones agraviados que han salido de debajo de las piedras en cuanto las mujeres nos hemos tirado a la calle a reivindicar lo nuestro. Y yo no quería. Pensaba que a estas alturas, el debate habría avanzado a otros estadios, como la igualdad salarial, por ejemplo. Pero volver a defender el abc del feminismo no entraba en mis planes, se lo juro. Tener que explicar otra vez (a hombres y, lo que es peor, a otras mujeres) que las feministas no odiamos a los hombres; que no toleramos que nos llamen feminazis; que no somos unas frustradas de la vida; que no vivimos de subvenciones, ni denunciamos falsamente; que tenemos como parejas a hombres maravillosos que creen de verdad que somos seres humanos iguales a ellos y tan libres como ellos; tener que explicar eso otra vez, la verdad es que no entraba en mis planes. Pero aquí estamos de nuevo, inasequibles al desaliento. Así que voy a empezar por lo básico, una vez más: hola, soy mujer, llevo treinta años en el mundo laboral (y algunos más en el mundo a secas), y las circunstancias me obligan a seguir declarándome públicamente feminista. Y muy orgullosa de serlo. *Periodista