El presidente Sánchez visitó al inhabilitado Quim Torra la semana pasada. Esta reunión con un personaje desacreditado era difícil de explicar, después de varios quiebros y requiebros y marcos: crisis de convivencia, conflicto político, reencuentro, con mesas convocadas y desconvocadas, con el otro sector del independentismo catalán, el moderado, que dice que la intentona golpista del 2017 estuvo bien y les da el derecho a repetirla.

Hay intérpretes que señalan la coincidencia alquímica entre los intereses generales del país y los objetivos personales del presidente; la politología es una ciencia social que tiende a mostrar que lo último que ha hecho el PSOE es lo correcto y, si no, culpa de su adversario. Es incluso posible que salga bien: tenemos al constitucionalismo desunido, pero el independentismo también está fragmentado, y parece que se enfoca como una cuestión de cuánto habrá que pagar al final (lo que ya se sabe es que no lo pagarán ellos).

Muchas veces se habla del error Torra. Es un error si asumes, aunque sea por diversión, los planteamientos del secesionismo. Pero no lo es solo por esa degradación institucional y la incompetencia gestora. Es porque revela un extremo de un continuo supremacista. Es la destilación, pero hay otras versiones. En su variante más rupestre aparece en la expresión «raza catalana» por la que la consejera de Cultura muestra cierta afición, en las palabras de la alcadesa de Vic y diputada en el Parlament, Anna Erra, cuando pide que los catalanes «autóctonos» se dirijan en castellano a personas que por su «aspecto físico» o su nombre no parezcan catalanes, en el gusto por hablar del ADN (real). Se detecta, en su versión sofisticada, en la idea de que el catalanismo debía modernizar España, en la naturalidad con que se asume que los organismos catalanes solo pueden estar dirigidos por personas de la comunidad autónoma (y del lado bueno a ser posible), en la molestia por la competencia desleal de Madrid (su deslealtad es existir), en la perplejidad por reivindicaciones de otras partes de España, en el gusto por hablar del ADN (figurado).

Cuando Torra fue elegido y aparecieron artículos y tuits xenófobos, algunos columnistas nos ilustraron en matices. No era un xenófobo, sino un esencialista romántico; ¿cómo va a ser racista, si hay un conseller de origen árabe?, decían. Otros hablaban de conversaciones de sobremesa. Recordaba a quienes defendían a Trump cuando decía que si eres poderoso puedes «agarrar a las mujeres por el coño». Eso, señalaban, son charlas de vestuario. Es gente que considera normales o inevitables esas sobremesas o esos vestuarios; solo creen que no hay que contar en público lo que se comenta dentro.

@gascondaniel