Todos los países europeos (aunque ninguno como España) están viviendo un aumento de la circulación del covid-19 tras haber conseguido domeñar, a diferencia de EEUU o Brasil, la primera oleada. Si al principio podía caber la duda de hasta qué punto el aumento de positivos confirmados por las pruebas de cribado respondían a la extensión de la enfermedad o a la mayor capacidad para detectar los casos, el ritmo de crecimiento de la curva de infectados y la continua ampliación de las zonas geográficas afectadas inclinan la balanza hacia la interpretación más preocupante. Era esperado y esperable que la movilidad veraniega y la vida social y nocturna en periodo vacacional (especialmente de los grupos que han demostrado menor responsabilidad) diesen pie a rebrotes. También se confiaba en que las medidas a las que las comunidades se comprometieron tras el levantamiento del estado de alarma, especialmente el despliegue de un operativo de detección precoz dotado con miles de profesionales, permitieran ir detectándolos y atajándolos; en muchas autonomías este despliegue ha llegado no para evitar el rebrote sino para doblegarlo cuando ya se extendía. Varias sociedades médicas han reclamado ya acciones coordinadas, lamentando que las ya tomadas llegasen tarde y alertando de que sin un golpe de timón podía producirse un colapso en los servicios sanitarios. Tras el acuerdo unánime del ministerio y las consejerías de salud para activar nuevas restricciones, han coincidido en que son positivas pero tardías e insuficientes. Aún no hemos llegado al septiembre en que la actividad laboral se debería reactivar, han de abrir las escuelas y en algún momento la pandemia se solapará con la gripe. No nos podemos permitir descubrir entonces que las medidas que ya deberían estar aplicadas o en vías de adopción (el funcionamiento eficaz de la app de rastreo, un protocolo eficaz para el regreso a las clases y la existencia de una reserva de material sanitario suficiente) son solo una promesa.