Si hay algo que ya no se puede negar es que el 15-M lo cambió todo en relación a la política. De lo primero tenemos muchos ejemplos, como puede comprobarse al observar lo que en su momento supusieron las mareas y los movimientos en contra de los desahucios, o, más recientemente, las movilizaciones lideradas por los pensionistas o las mujeres.

Desde la óptica institucional estamos asistiendo a un proceso que podríamos definir como de «adaptación política» a los nuevos tiempos y demandas ciudadanas. De un lado, hemos visto la emergencia de nuevos partidos políticos que han tratado de llevar los mensajes y proclamas de los movimientos sociales a los órganos representativos. Es cierto que el éxito de esas iniciativas ha sido diferente, pero de lo que no se puede dudar es que su irrupción ha hecho tambalear todo el entramado político institucional que venía funcionando desde la Transición, y tanto el PSOE como el PP se han visto desarbolados por la constante fuga de votantes hacia ellas. Y, después de un primer momento de sorpresa y de desorientación se han dado cuenta de que no tienen más remedio que adaptarse a esta nueva realidad.

Dejando de lado la necesidad obvia de excluir la corrupción de la acción política, lo cierto es que esa adaptación consta, al menos, de tres elementos, a los que no sin problemas están tratando de dar respuesta. En primer lugar pondría todo aquello que tiene que ver con la gobernanza de los partidos y su relación con su base electoral. Si las primarias, aunque con dificultades, estaban integradas en la cultura del partido socialista desde hace tiempo, su extensión a partidos como el popular es un punto de no retorno respecto de la apertura de los partidos a los militantes. Ahora bien, eso abre un espacio de incertidumbre al que de forma inteligente habrán de dar respuesta sus aparatos: de un lado, la predisposición de los militantes a elegir como líderes a personas no gratas para los poderes fácticos del partido, y, en consecuencia, la necesidad de gestionar un liderazgo en tensión constante con las estructuras de poder internas. De otro lado, la predisposición de los militantes a elegir como líderes a personas que abanderan un mensaje de mayor radicalidad dentro de los partidos. La tendencia de los militantes a buscar la «pureza ideológica» de la organización puede aumentar las dificultades a la hora de ensanchar su base electoral hacia grandes capas de la población.

En segundo lugar, pero relacionado con lo anterior, se encuentra el tema del liderazgo. Es cierto que los partidos se encuentran inmersos en la renovación del mensaje, tratando de dar respuestas apropiadas a los retos que tenemos ante nosotros como sociedad, alguno de ellos de carácter global (inmigración, medioambiente, el futuro de la Unión Europea, etc.), otros de carácter más local (Cataluña, precariedad laboral, pensiones, etc.). Sin embargo, creo que se está revelando como un factor mucho más importante la renovación de las caras. En el fondo, existe el convencimiento de que sin cambio de personas no es creíble la modificación del mensaje. Y también un cierto sentimiento de que los problemas a los que nos enfrentamos son de tanto calado, que son necesarios hombre y mujeres de estado que puedan afrontarlos con garantías. Eso provoca que la referencia sea fundamentalmente nacional y que pierdan importancia los liderazgos a escala regional o local. La paradoja es que esto, en cierta medida, nos retrotrae a tiempos anteriores a este último lustro, en el que lo sustancial han sido las proclamas más o menos alternativas procedentes de los movimientos sociales.

Finalmente, todos los partidos andan revueltos ante la imperiosa necesidad de incorporar las nuevas tecnologías en su gestión cotidiana y en las estrategias comunicativas y electorales. Desde la elección de Obama como presidente de EEUU, las redes sociales se han convertido en un elemento esencial de la acción política. Aquí, en nuestro país, fueron claves para entender el proceso de movilización surgido en el 15-M, así como el éxito de los nuevos partidos. En este sentido, las formaciones tradicionales se han lanzado a una carrera para no quedarse atrás en este nuevo campo de batalla por el poder.

Pero también en este caso se abren algunas incertidumbres. En primer lugar, es cierto que renovación y modernidad implican apertura de canales de comunicación con el electorado. Pero las redes sociales tienden a reducir el mensaje político a unas pocas y simples proclamas, que no dan para abordar en su justa medida las propuestas para solucionar los problemas que nos acechan. Eso favorece un reduccionismo que fuerza a situar a los actores políticos en posiciones binarias y antagónicas, penalizando las propuestas más elaboradas y centradas, que seguramente tienen mayores visos de viabilidad. Ante el tema catalán ha quedado claramente demostrado. En segundo lugar, los ciudadanos suelen agruparse en las redes sociales por afinidades, estando expuestos fundamentalmente a mensajes procedentes de personas con similares puntos de vista. Esto, de nuevo, tiende a la consolidación de la fractura social ideológica, más que a la búsqueda de consensos.

Un partido que quiera gobernar en España habrá de ser capaz de no dejarse dominar por el medio y de trascender las fronteras impermeables que las redes tienden a imponer. En cada uno de estos tres ámbitos, tanto los viejos como los nuevos partidos han de saber situarse de forma inteligente, aunque estos últimos parten con ventaja. Pero ahí, creo yo, se juegan gran parte de su futuro. ¿Quién será capaz de adaptarse mejor?. H *Sociólogo