La expresión italiana dolce far niente sintetiza perfectamente las bondades de un cierto grado de tedio en la actividad diaria de los humanos. Es de sentido común que el equilibrio psicológico de una persona pasa, entre otros muchos factores, por un uso correcto de su tiempo y una diversificación de intereses vitales. Pero el mundo de hoy está dominado obsesivamente por el trabajo -y el miedo a perderlo- y por el deseo de éxito profesional. La esfera laboral es tan omnipresente en la vida de la mayoría de las personas que muchas han acabado desarrollando fobia a los momentos de ocio y asueto. Una grave anomalía social, agravada por una hiperconectividad continua que dificulta cada vez más la separación entre el trabajo y la vida privada. Es lícito preguntarse entonces si para muchas personas el progreso tecnológico no habrá supuesto más dependencia en lugar de la conquista de espacios de libertad. La respuesta debe incluir necesariamente una apelación a la responsabilidad personal, a la capacidad individual de no dejarse engullir por una inercia que no por generalizada es positiva. La adicción al trabajo es una patología, al igual que la obsesión por la perfección y la productividad a toda costa. Frente a estos síntomas de deshumanización y falta de empatía los expertos recomiendan administrarse una dosis de aburrimiento. No hacer nada un rato no significa perder el tiempo, sino invertirlo en uno mismo.

España se incorporó a la alta velocidad ferroviaria hace ahora 25 años. Un cuarto de siglo es un plazo de tiempo suficiente y oportuno para hacer balance, y, como sucede a menudo en los grandes proyectos, el resultado ofrece claroscuros. Aún hoy se discute, por ejemplo, si tuvo sentido que la primera línea se construyera entre Madrid y Sevilla (entonces a punto de celebrar la Expo) y no entre Madrid y Barcelona (en puertas de los Juegos Olímpicos). Cuando se cubrió este trayecto, con Zaragoza como avanzadilla, empezó a emitirse desde el poder central la idea de AVE para todos, quintaesencia del clientelismo político con objetivos electorales. Eso es lo que explica que España sea hoy el segundo país del mundo en kilómetros de alta velocidad, 3.000, solo superado por China. Un exceso alimentado por los años de la abundancia y que el estallido de la crisis desnudó hasta deparar situaciones grotescas.

Si es posible orillar estas anomalías fruto de la grandeur a la española, el AVE ha confirmado que era una apuesta ganadora, sobre todo en el tramo más obvio, el Madrid-Barcelona, que ya ha superado el volumen de pasajeros del puente aéreo. Más allá del AVE hay que reivindicar el transporte ferroviario de cercanías y media distancia como una opción de futuro, sostenible ambientalmente y basada en criterios de eficiencia y rentabilidad social.