La adición al juego no es algo nuevo, pero sí lo es su creciente relevancia y, muy en especial, su propagación a edades muy tempranas. Antaño, por lo demás, su ámbito permanecía limitado a unos pocos locales y restringido a modalidades específicas, como casinos, bingos o máquinas tragaperras en los bares, donde, así, al menos, era factible un cierto control sobre la difusión de este peligroso virus, siempre vestido de inocencia.

El panorama hoy ha cambiado mucho; a peor, por supuesto. Ya no se requieren unas instalaciones y procedimientos más o menos herméticos, sino que se puede jugar y apostar con suma facilidad a través de internet, mediante una inmensa gama de propuestas, entre las que tampoco faltan algunas fraudulentas; basta un simple móvil, de esos que pueden vislumbrarse sobresaliendo del bolsillo trasero de unos vaqueros, camino del colegio o instituto. Y ya estamos ante la parte más lúgubre del panorama: la adición de menores indefensos y sometidos a tales incentivos que junto a una publicidad perversa, promulgan la ilusión de un enriquecimiento divertido, fácil e instantáneo. Aunque ya existen algunas iniciativas orientadas a limitar la publicidad del juego y normativas que estipulan una distancia mínima de los establecimientos de apuestas a los centros educativos, Internet es de por sí, incontrolable por definición, constituyendo la vía más cercana, habitual y efectiva para viciar a los menores.

La formación es la única barrera efectiva para evitar la adición, a la par que el apoyo familiar lo es para salir del pozo tras el fallo de la prevención. Es, pues, el entorno más próximo al menor donde se puede ganar esta batalla, por más que también sea necesaria la colaboración de otros responsables, en especial el profesorado y otras personas influyentes en los jóvenes. *Escritora