No pudo evitarlo. Se sentía tan bien, la escena le estaba quedando tan fantástica, era tan perfecto el teatro y tanta la expectación, que se dejó llevar. Esos brazos en alto, esa actitud desafiante… sabía que iba a petarlo en las redes.

Gabriel Rufián lleva en su ADN el impulso del instagramer, el ingenio del tuitero cosechador de clics, el youtuber cañero. Más influencer que intelectual. Más provocador que político. Junto a él, clavado en su asiento en el Congreso, el rostro de Joan Tardà expresaba todo lo que luego calló. Esa mezcla de incomodidad y estupefacción.

Quizá ya pensaba que se vería obligado a defenderlo. Parece que el rostro de Pablo Iglesias cuando Rufián pasó junto a él no destilaba mucha más complicidad. Hay una gran diferencia entre uno y otro.

Las palabras que a veces escupe Iglesias son la inflamación de una reflexión política, en Rufián son las cenizas de una fanfarronería.

Podemos llevarnos las manos a la cabeza, pero la levedad de la imagen se está imponiendo al peso del pensamiento. Del mismo modo que la efervescencia de la crispación atrae más que el fatigoso diálogo en busca de consenso. Como si a nuestra atención, ya más modelada por los tuits que por las páginas de un libro, le costara penetrar en la profundidad de las ideas. Exigimos blanco y negro. A favor de uno u otro. Compartimentamos la realidad en trincheras y nos colocamos detrás de una. Así nos va.

*Escritora