España llora con asombrosa unanimidad la pérdida de quien fuera el primer presidente de la democracia, cuya inmensa labor se desvalorizó en un océano de incomprensión y desafección por parte de quienes se contaban incluso entre sus más próximos colaboradores.

Tan solo el paso del tiempo y, sobre todo su muerte, han llegado a colocar de nuevo las cosas en su lugar para devolver la gloria al héroe destronado, aquel casi desconocido ministro secretario general del Movimiento que lideró una difícil transición, merced a su capacidad de diálogo y espíritu de concordia: Adolfo Suárez fue capaz de congregar a las más enfrentadas convicciones e ideologías. Nos ha costado mucho, demasiado, reconocer la valía de un hombre templado, sencillo, que escuchaba a todos y hubo de tomar decisiones trascendentales; que hizo del consenso su principal argumento. Solo la distancia nos ha llevado a apreciar el valor de una tarea tan ingente como incomprendida, porque todo terminó volviéndose contra él, víctima sobre todo de ambiciones mezquinas e individualismos cainitas, demasiado preocupados por intereses personales. Hoy, hemos tornado a coronar de laurel al paladín de la transición. ¿Qué alimenta semejante estallido de emoción como el que hemos presenciado? Quizá la necesidad de un revulsivo regeneracionista de altas miras y basado de nuevo en el consenso. Pero lo malo de la mitificación es que se sitúa en lo inalcanzable, en la quimera utópica; en lo que ya no ha de volver, justo cuando más lo necesitamos. Sin embargo, la lección magistral de Adolfo Suárez, insigne protagonista de la transición, reside justamente en lo contrario. Sí; podemos. Porque Suárez demostró que es posible lo imposible. Escritora