Parece que poco a poco el aeropuerto de Zaragoza, jocosamente, hasta hace poco, hasta antes de ayer, conocido como El Pupas en el argot de los controladores aéreos, va saliendo de la UVI. Ultimamente se ve más movimiento, más interés.

Por lo que respecta al tráfico de viajeros, la eclosión de las compañías de vuelos baratos y los chárter con destinos vacacionales están revitalizando la instalación durante este primer compás del verano. Muchos aragoneses han optado, en efecto, por disfrutar de una semana en cualquiera de las islas Baleares o Canarias hasta las que los tour-operators ofrecen vuelos directos. Más de 20.000 billetes han sido despachados ya, cifra ciertamente notable que dobla la de la temporada anterior y consolida un ciclo que promete durar y proporcionar pingües alegrías a las agencias de viajes.

Al margen del precio, que a unos parecerá barato y caro a otros, es, en efecto, un lujo poder disponer en tu propia ciudad de un aeropuerto bien enlazado, cuyos vuelos te transporten en muy poco tiempo a paraísos turísticos como Lanzarote o Menorca. La sobreinformación del AVE nos había hecho olvidar un tanto la importancia reunida por este tipo de servicios a la hora de mantener o incrementar nuestros índices de calidad de vida. Gracias a la alta velocidad, es cierto, podemos desplazarnos a Madrid en un tiempo récord, pero pasarán todavía bastantes años antes de que un AVE pueda trasladarnos a París, Roma, Berlín, Moscú. Por lo que respecta a los destinos europeos, a medio plazo el tren no podrá presentar competencia al avión; su concurso seguirá siendo muy necesario.

Una ciudad como Zaragoza, con su potencial económico y su nivel de renta no puede, bajo ningún concepto, disponer de un aeropuerto menor, pequeño, sin una oferta a la altura de la clientela a la que pretende servir. No puede ser que cualquier viajero aragonés, para desplazarse a una capital europea, tenga que coger un taxi, un tren a Madrid o a Barcelona, otro taxi desde su estación, Atocha o Sants, al aeropuerto de Barajas o del Prat, y allí esperar otras dos horas hasta la salida de su vuelo. Con este planteamiento, llegar en avión a Lisboa, por ejemplo, puede costar del orden de seis o siete horas, con lo cual casi vale la pena plantearse la posibilidad de hacer el viaje en coche.

No puede ser que en pleno siglo XXI, con la revolución de los transportes, con el abaratamiento de los vuelos, aeropuertos interiores, como el nuestro, queden marginados de esa porción de progreso. No hay ninguna razón para privar a los usuarios de las ventajas de unos modernos, confortables y asequibles enlaces aéreos.

El único motivo que hasta la fecha se venía esgrimiendo para cercenar este derecho era el déficit económico. Las líneas perdían dinero, el aeropuerto también. Pero el reflotamiento de las terminales de carga y esta nueva, popular y masiva demanda veraniega deberían servir como nuevo punto de partida para diseñar, de una vez por todas, un aeropuerto ambicioso, operativo, del que todos podamos sentirnos muy orgullosos.

*Escritor y periodista