Aragón se despuebla sin aparente remedio. Zaragoza ya no es la madrastra que algunos describieron en los tiempos de la hiperdescentralización, sino una amantísima madre (a veces a su pesar) que debe echarse a las espaldas un enorme territorio donde cada vez hay menos gente. ¿Cómo se resuelve esto? Nadie lo sabe. Ni en el Gobierno autónomo, donde nunca se acertó a la hora de proyectarle un futuro a la más profunda Tierra Noble; ni en la mayoría social, más despistada y desorganizada que nunca; ni en las presuntas élites económicas, muy amadrileñadas y que siguen viendo en su patria chica un negocio a ser posible fácil, rápido y sabroso.

¿Qué hacer? Supongo que lo primero de todo aceptar que hay zonas, comarcas casi enteras, que verán reducido el número de habitantes al mínimo, a los consabidos índices saharianos. Porque no son lugares capaces de atraer a la gente y carecen ya de masa crítica para desarrollar cualquier iniciativa. Bastante tendremos con mantener allí los servicios imprescindibles para atender a un vecindario envejecido y muy dependiente. Pero esto tampoco es una maldición. Tener espacio deshabitado genera automáticamente recursos naturales. Y ahí está la clave para resolver el problema territorial: generar una economía rural de verdad, a la francesa, de actividades intensivas y capaz de crear valor añadido in situ. Con grandes superficies de regadío produciendo forrajeras y cereales más o menos transgénicos no se fijará población en la vida. Engordando cerdos u otro ganado que deja aquí el purín para ser transformado y comercializado en las comunidades vecinas, tampoco.

Pero lo que más acojona es que la despoblación siga siendo el pretexto a) para abrirles las puertas a empresas o propuestas ajenas de gran impacto medioambiental, baja masa salarial e incierto futuro, y b) paragastar dinero (a veces subvencionando a tales empresas) en proyectos absurdos, ajenos a nuestras posibilidades y a la potencialidad de nuestro bendito país. Esto es lo que, ante todo, hemos de evitar.