El clamor del campo, en su más que justificada protesta, ha llegado por fin a los oídos más entumecidos. Si aquellos que desde siempre trabajaron la tierra con amor y esmero, apenas reciben por su labor tan exigua retribución que ni siquiera alcanza a cubrir los costes de producción, no es de extrañar que renuncien incluso a la recolección y piensen en abandonar definitivamente su oficio. Ante tamaño desatino, no cabe sino apoyar sus razonables reivindicaciones y exigir de la Administración medidas eficaces para restablecer el juego limpio y los beneficios justos. ¿Por qué un agricultor ha de ganar mucho menos que cualquier ejecutivo de una empresa de alto nivel? No nos alimentamos con bonos, chips ni dispositivos electrónicos, sino que en la pirámide básica de nuestra nutrición figura el pan, el aceite y las verduras. Al menos, eso reza la dieta mediterránea, ¿no? Sin embargo, las leyes del mercado amparan a opacos intermediarios, quienes sin aportar otro valor añadido al producto que su distribución, fijan los precios mediante su particular criterio, al margen de consumidores y agricultores. Como resultado, en la tienda se paga mucho más de lo que cuesta el producto en origen, mientras que en el campo cunde la miseria, precisamente cuando se cuelan malos augurios desde Bruselas y persisten diversas amenazas de incrementos en los costes de elaboración.

Por más que opciones como el comercio de proximidad y los cultivos ecológicos puedan suponer una alternativa válida a la oferta de las grandes cadenas de alimentación, lo cierto es que para la mayor parte de la población, hoy por hoy no solo está en juego el futuro del campo, sino su propia salud, que tanto depende de una nutrición adecuada. Todo lo que atañe a la agricultura nos afecta más directamente de lo que pueda parecer.

*Escritora