Todo político curtido sabe que a la hora de la catástrofe se juega mucho más que la imagen; puede jugarse el voto, incluso el cargo.

El último y dramático ejemplo lo tenemos en la España convulsa del 11-M, pero hubo y habrá otras muchas circunstancias en que la furia de los elementos, o la furia del hombre, pongan a prueba la capacidad de respuesta, los reflejos y recursos de la casta política. Aquel Schroeder que vacacionaba cuando las inundaciones en Alemania, o aquella Rudi bajo el sol de Mallorca mientras las primeras unidades de socorro se presentaban a combatir la catástrofe de Biescas encarnarían lo que no debe hacerse, pero tampoco, al cabo, salen demasiado bien parados aquellos próceres que, habiéndose hecho la foto a pie de suceso, no saben luego tramitar la subvención.

Porque, muchos meses después de las inundaciones del Ebro, o del Huerva, o de las tormentas de pedrisco de Alcañiz, o de la ruina de las cosechas del Jalón, son numerosos los damnificados que no han cobrado las ayudas prometidas por las distintas administraciones. Y esos incumplimientos, decepciones o retrasos, los del ex-ministro Cañete, el consejero Boné, el consejero Arguilé, acaban por consolidar una nueva y más peligrosa decepción, aglutinando colectivos de ciudadanos cabreados que, además, tienen razón.

Precisamente en esta coyuntura, cuando la tragedia llama a la puerta, cuando se pierden casas, vidas, cosechas, la mirada crítica del pagano de a pie escruta con mayor intensidad las reacciones de los gobiernos y ayuntamientos que sus bolsillos contribuyen a sostener. Y exige no sólo ya calor, el efímero amparo del diputado o del consejero de turno, sino eficacia y rapidez en la gestión de los auxilios. Pero cuando el papeleo se atasca, y el funcionario exige nuevos proyectos de restauración, más pólizas, otros presupuestos, la víctima de la naturaleza se yergue con redoblada cólera y comienza a despotricar contra la Diputación General, contra la Confederación, contra el gobierno, contra todo representante ocupacional de un poder político por el que se siente estafado. Esa ira, entonces, se desborda también, como los propios ríos torrenciales, anegando hasta las semillas democráticas que tanto ha costado sembrar. Inundando el sentimiento y la razón con el rencor y el despecho.

En descargo de las administraciones cabe señalar que al calor de las zonas catástroficas suelen medrar los espíritus picarescos. Que hay casos de fraude, de aprovechamiento ilegítimo, de falso testimonio, y que, por eso, los mecanismos de acopio documental, de inspección, han de elaborarse con método y rigor, evitando el lucro ilegítimo o la reversión de caudales públicos hacia objetivos distintos a los declarados en la hoja de daños.

Y no estaría de más que, habida cuenta la frecuencia de los daños, el ciclo de los caudales, la periodicidad de las tormentas, los riesgos climáticos que nos afectan o acechan, se confeccionase un equipo institucional especializado y apto para enfrentarse a cualquier imprevisto. En cuanto el ministro, el presidente, el consejero, se hayan hecho la foto.

*Periodista y escritor