De pronto, escuchar en la radio el fallecimiento de Paco de Lucía, te deja anonadado. Y sigues todo el día colapsado. Y miras los restos del Estado de la nación, y te das cuenta de la miseria que es a menudo el mundo de la política frente al universo inmortal del arte. Saber que ha muerto el mejor guitarrista español, un genio a la altura de Pablo Ruiz Picasso o Luis Buñuel, un creador que rompió fronteras con sus seis cuerdas, rebaja todo lo demás a la categoría humana.

Ves a Mariano Rajoy con sus papelillos, agarrado a las notas cuando replica a la réplica de la réplica, y te cercionas de que algo falla; si los que te representan a un precio altísimo son incapaces de balbucear alguna respuesta que brote de su personal magín, quizás sea el momento de pensar que no merecen representarnos. ¿Son capaces de tomar alguna decisión sin ayuda de nadie? Sin duda, la respuesta es no.

Pues eso, que el paripé ejercido otro año en la tele (ya ni siquiera interesa a La 1 o La 2, lo tienen que poner en 24h, allá perdido en el dial), es un agotador carnaval sin gracia, que logra espantar incluso a los propios parlamentarios, cuando salen los espadas menores: ¿por qué huyen si ese es su trabajo? ¿Adónde van? ¿Por qué nos lo hemos de tragar nosotros si ellos no lo soportan?

Menos mal que algunos actores rompen la monotonía: uno le dice a Rajoy "Uno, dos y tres. ¡Despierte!". Y en efecto, logró despertarme. Pero vi que el presidente seguía encandilado con las musarañas.