Existen muchas personas que viven al día, sea por vocación o por que no les queda otro remedio, dados sus escasos ingresos. Pero tampoco faltan los previsores que intentan constituir un ahorro para complementar su futura pensión, muy probablemente de exigua cuantía; sin embargo, resulta en la práctica muy complicado llegar a establecer un capital de seguridad que garantice siquiera una jubilación sin hambre. Secuela de nuestra interminable crisis, aún por resolver para la mayor parte de la ciudadanía, es la carencia de fondos con la que dotar uno de esos tan publicitados planes de ahorro privados, cuando tan difícil se hace llegar a fin de mes. Así que, en muchos casos, cuando aflora un limitado patrimonio para sobrevivir en el incierto mañana, este proviene de alguna propiedad, quizá la antigua vivienda familiar, de la que extraer una mínima renta. Y ahí tenemos a un nuevo hacendado e impopular casero, cuyo primer imperativo consiste en hacer habitable su finca, objetivo de oscura resolución puesto que normalmente se trata de viviendas viejas y necesitadas de una gravosa rehabilitación y mantenimiento. Para mayor contrariedad, los futuros inquilinos de pisos humildes tampoco contarán con sobrados medios para pagar la renta, por lo que esta no se puede considerar un ingreso seguro para los propietarios que dependan del alquiler para subsistir. Así las cosas, parecen un despropósito algunas de las medidas que se postulan de tanto en tanto para la supuesta protección del arrendatario, dictadas desde perspectivas efectistas y elementales.

De una u otra forma, son siempre los que menos tienen los que terminan pagando más, en tanto que quienes nadan en la abundancia se cuelan por mil resquicios para eludir normas contrarias a sus intereses. H *Escritora