El semestre de presidencia de Alemania en la Unión Europea debe servir para desatascar asuntos clave en el devenir inmediato de los Veintisiete, singularmente el programa de reconstrucción diseñado por la Comisión, que cuenta con el respaldo de la cancillera Angela Merkel y del presidente de Francia, Emmanuel Macron, tal como ayer quedó de manifiesto.

El eje franco-alemán sigue siendo la referencia fundamental de las políticas europeas, pero cada vez pesa más el ingrediente alemán, sobre todo en situaciones como la presente, que ha dejado en evidencia las debilidades y limitaciones de la economía francesa para sobrevivir sin respiración asistida a los daños causados por la congelación de la actividad durante la pandemia. Nada está garantizado del todo en una discusión que, como ha declarado David Gardner, entraña un «cambio teológico» en la cultura económica de la Unión: la emisión de deuda pública para financiar el fondo de reconstrucción, que incluye un programa de ayudas no reembolsables de 500.000 millones de euros. Con Merkel, asistida por Macron, es más factible que la nave llegue a puerto sin sufrir daños irreparables.

Claro que este no será el único asunto espinoso en los próximos seis meses, pero sí es el que más urge concretar para rescatar a la economía europea de las incertidumbres que la atenazan. Para Francia, Italia y España es fundamental despejar esa incógnita; para otros muchos países, la activación de la segunda, tercera y cuarta economías de la UE es esencial para que se encienda una luz al final del túnel y se suavicen los peores presagios de la crisis social en ciernes. Alemania ni puede ni debe ser la solución permanente a los males europeos, pero en el presente episodio de crisis global es el único socio de la UE que puede acallar a los más reticentes, matizar las exigencias del PPE y convencer a los partidarios de la austeridad de que tal vía ya fracasó una vez.