En determinados momentos necesito encontrar la belleza, el mejor antídoto a tanta perversidad e infamia como, de nuevo hoy, observo en la prensa. Es afortunado aquel al que encontrar lo hermoso no le resulta difícil y, como un bálsamo, actúa sobre el espíritu hostigado por las imágenes y noticias que dan cuenta de la maldad que el hombre, individual o colectivamente es capaz de infligir a otros. En ese sentido me siento privilegiada y, aunque es constante, sigo reconociendo mi asombro al descubrir hasta qué punto somos capaces de lo mejor y lo peor. Un niño de 8 años que muere salvando de un incendio a seis miembros de su familia es de la misma especie que aquellos otros que torturan en Siria o deciden en la India que una joven sea violada como castigo por la falta de pago de una multa por parte de sus padres. Ángeles, demonios. Es nuestra libertad la que nos decide y define. La generosidad del niño norteamericano es tan dramáticamente hermosa que lo eclipsa todo.

Me refugio en la cálida voz de Cesária Évora tratando de asumir, comprender. Su figura descalza subiendo al escenario para recordarnos que en su Petit pays, pero no solo, hay a quien le faltan los zapatos fue habitual mientras vivió. También ella era una persona hermosa que se tuteaba con la pobreza y aun la miseria pero ello no le hizo peor, sino más fuerte, comprensiva y grande. Encontrar la belleza nos resulta tan necesario como curar las heridas, la continua búsqueda del arte no es otra cosa. Lo cierto es que no tenía pensado hablar de esto, puede resultarles demasiado personal. Reservaba para hoy un artículo más racional, en el fondo lo más fácil, quería hablarles del último y magnífico libro de Zigmunt Bauman donde muestra algo que ya intuíamos, que la riqueza de unos pocos no beneficia a todos. De hecho, ¿por qué había de hacerlo?, ¿quién dijo que era eso lo que se buscaba? Incluso el libro me sirve, me atrinchero en lo emocional. El niño, que a partir de ahora engrosará mi inventario de belleza, vivía en una caravana con su familia, en el país más rico del mundo, ajeno a estadísticas y jeroglíficos económicos como tantos otros en ese país para los que el sueño americano resultó ser pesadilla. Ellos, los olvidados como los llamaba Buñuel, los superfluos según la denominación de algunos sociólogos contemporáneos no suelen salir en los periódicos cuando se tratan y alaban las bonanzas de aquel sistema económico. Tal vez sin detenerse a pensar sobre ello, basta con sentirlo, los protagonistas de tan dispares noticias esperaban de su gente algo más que libertad, que ya sería mucho, esperaban lo que necesitaban: igualdad y bastante más decencia. Lo sé, es bondad lo que en el fondo reclamamos que no solo no está de moda sino que incluso puede sonar cursi, necio o ridículo. Asumiré el riesgo, dije que me atrincheraba y me atrinchero. Todos esperamos del Derecho y por extensión del Estado fuertes dosis de justicia que frenen o impidan tanto sufrimiento y dolor. En realidad lo que se reclama es la voluntad de bondad por parte de quien crea, aplica y ejecuta el Derecho, y eso, me temo, sea a nivel interno o en el frecuentemente estéril ámbito internacional es mucho pedir, relean si no las noticias.

Profesora de Derecho de la Universidad de Zaragoza